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."Santa María Ramos Generales 1856 - 1956"
Acrílico sobre tela de José María Fojo, cm. 27,9 x 35,6 - Año 2002
Col. Virginia Prieto de Fineberg - París, Francia
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El algarrobo
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AL TROTE de mi cabalgadura, en el atardecer del último día –según mis planes– de mi permanencia en Abramarca, cautivó la atención de mis ojos una silueta más columbrada que vista en la penumbra de la alta ventana de una casa señorial pero ruinosa, frente a la plaza del villorrio. Visible sólo durante un momento fugaz, la oscura efigie furtiva de una mujer que se muestra pero asimismo se oculta, que a un tiempo acecha y rehúye, capturada en la periferia de mi visión, bastó para excitar mi curiosidad. Observé que delante de la casa, debajo del balconcillo tras cuya vidriera apareció la imagen, entorpecía el paso el tocón de un algarrobo, limpiamente aserrado casi a ras del suelo en época lejana. En la taberna, mi fuente habitual de información no se mostró reticente:
....—Sí, la Casa del Algarrobo. Todavía la llaman así, aunque al algarrobo hace mucho que lo cortaron.
....Le pregunté por qué lo habían hecho.
....—Lo mandó la dueña de la casa, la señora Luva, después de que un rayo lo partió y lo abrasó hasta el tuétano, en medio de una tormenta como no se recuerda otra en Abramarca, que es famosa por su sequedad y porque no llueve nunca. Pero así fue. La señora dijo que no le daba el corazón para ver hendido y quemado ese árbol venerable, mucho más viejo que el pueblo, porque ya estaba arraigado en su sitio antes de que llegara el Conquistador. Se lo mienta como un gigante de más de seiscientos años de edad cuando el fuego lo fulminó. Y hubo que cortarlo, nomás, porque daba lástima, y los pobres que siempre abundan se lo llevaron tronchado en ramas y tueros, para calentarse con sus despojos…
....Sospeché que me interesaría hablar con la señora Luva, y así se lo dije al tabernero, quien me miró con asombro:
....—¡Hablar con la señora Luva! ¡Pero, señor! ¡Si esto que le estoy contando pasó hace tanto tiempo! Yo no había nacido todavía, y ya voy para viejo; a mí me lo refirió mi padre, que a su vez lo oyó del suyo.
....Le pregunté cuándo el rayo había muerto al algarrobo; yo quería una fecha exacta, pero a él le era imposible precisarla, aunque calculaba la antigüedad del hecho en no menos de noventa años. La señora Luva, entonces, debía ser muy, muy vieja. ¿Vivía aún en la Casa del Algarrobo?
....—Noventa años, sí. Sí, Luva debe de estar muy vieja –dijo, como si no hubiera oído mi última interrogación. Se la repetí—. La señora Luva desapareció el día siguiente al del corte del algarrobo. Nadie supo nunca adónde se fue. Desaparecieron ella y toda su gente, y ningún abramarqueño los vio partir.
....Recordé con disgusto la advertencia que un llanero me dirigió antes de entrar en la aldea, referida a los que quedaban en ella. Pero, ¿quién, cómo era Luva? ¿Por qué había abandonado Abramarca de modo tan abrupto? ¿Quiénes eran «su gente»? Esta resultó ser sólo su servidumbre. Cuando se ausentó, Luva era joven, soltera, altiva, dueña de tierras, inaccesible, sólo se la veía en misa. Quise saber quién ocupaba la casa al presente, y la respuesta fue «nadie». ¿Nadie? ¿La casa permanecía vacante, desprovista de atención, de vigilancia? ¿No moraba allí alguien… una guardesa, tal vez? No; la casa quedó deshabitada desde que Luva se marchó, en años tan remotos.
....Le dije, sin mentir, que me hubiera gustado conocerla en persona. Decidí, también, prolongar mi estancia en Abramarca.
....El día siguiente, a la misma hora, volví a huronear frente a la Casa del Algarrobo, pero esta vez al paso, no al trote. Vi —¿quise ver?— en la ventana, confusa y brevemente, la vaga y esquiva imagen de una mujer que me anhelaba desde allí, o tal vez sólo el raído jirón de una cortina vetusta agitada por el sempiterno viento comarcal. No supe entonces lo que mis ojos vieron, pero sentí un llamado inmóvil y mudo que me alcanzaba desde la casa inhóspita.
....El tercer día llegué a pie a la plaza desierta y me aposté en una banca de piedra, no lejos y a la vista del balcón del la Casa del Algarrobo. El último sol saturaba los blancos y los ocres de las áridas escarpas con un denso rojo translúcido, casi bermejo, cuando se abrió la puerta de la casa y un anciano, enjuto como un faquir y con tez de su mismo color, salió por ella y se acercó a mí. Iba vestido con ropas antiguas, gastadas y limpias, propias de una pobreza decente, sin miseria.
....—La señora Luva desea recibirlo ahora, señor –dijo sin preámbulo y con cortés deferencia.
....Por toda respuesta, me levanté de la banca y lo seguí. Ingresé en los aposentos, adornados con las macizas y severas galas del mobiliario colonial; Luva me esperaba de pie junto a una mesa enorme, lista para la cena y alumbrada con varios candelabros. Al ir acercándome a ella pude notar su sublime belleza española, acentuada por el contraste entre la blancura de la piel y el negro profundo de los ojos inmensos y el pelo, ceñido con una sencilla tiara de astreyes –esa tenue flor nívea que sólo se encuentra en Abramarca– y peinado en tirabuzones sueltos que rozaban su largo cuello y su pecho liso y suave, descubierto por el escote de su vestido talar de seda; su altura y su esbeltez parecían inducir sus pausados movimientos de cérvido. Pero emanaba de ella algo indefinible, una especie de falsedad o anacronismo; algo, quizás, como un ligero desajuste con el mundo, o como si su esplendor no fuera más que una superchería; acaso simulaba su juventud, ocultando arrugas con afeites y canas con una peluca. Pero yo veía que la señora me esperaba llegar con una suerte de fervor secreto, que fue desvaneciéndose hasta trocarse en una melancólica decepción cuando me detuve frente a ella:
....—Tú no eres el que yo espero… Te pareces mucho, pero no eres. Te pareces por esa barba rubia y esos ojos verdes, imposibles en Abramarca –desgranó con su grave voz de sibila, tomando la mano que yo le había tendido.
....Besé la suya y ofrecí retirarme de inmediato, dada la confusión, pero ella pareció alarmarse y vaciló. No había soltado mis dedos; se acercó mucho a mí y me dijo: «No; no te vayas», y levantó su mano arrastrando la mía y guiándola hasta que rocé con el dorso la tibia piel de su pecho. Alzó uno de los candelabros de plata y me miró a los ojos con intensidad, y en su mirada había una orden, no un ruego.
....La seguí hasta su alcoba, hasta su cama con dosel de muselina blanca teñida de rosa por la luz del borde del sol, no oculto aún por los cerros, que entraba a través de la ventana despojada y entre las cortinas tras las que vi a Luva la vez primera. Más tarde, en la mitad de la noche –las estrellas, siempre presentes como el viento, titilaban del otro lado de los cristales– me dijo, mientras se aferraba a mí: «No me dejes; desearía que vinieras conmigo a mi patria, y nos quedáramos juntos allá.» Me desconcertó; nunca sospeché que Luva no fuese natural de Abramarca; pero ya sus labios susurraban junto a mi oído una exhortación imperiosa: «¡Prométemelo!» Lo prometí, sin saber qué prometía; la oí suspirar, y murmurar algo, y se durmió en mis brazos.
....El canto de un pájaro me despertó con el sol ya alto, invisible desde la ventana apuntada al Poniente, pero la luz abundante delataba la hora cenital. Me acodé en la cama y miré y acaricié a Luva como para cerciorarme de su corporeidad; ella dormía aún en la placidez de su abandono, cálida y lozana, animada por una queda respiración. Me deslumbró el portento de la blancura de su cuerpo desnudo, la piel tan perfecta, el cabello tan negro derramándose sobre la almohada, la húmeda boca tierna y suave, el rostro tan hermoso y tranquilo, libre ahora de esa extraña aura de falsedad e incoherencia que lo transfiguraba el día anterior; eran el cuerpo y la cara de una mujer preciosa y joven de verdad, inmerso en la íntima y dulce luz matinal filtrada por la pantalla de las innumerables hojas verdes y las flores purpúreas del algarrobo gigantesco..
AL TROTE de mi cabalgadura, en el atardecer del último día –según mis planes– de mi permanencia en Abramarca, cautivó la atención de mis ojos una silueta más columbrada que vista en la penumbra de la alta ventana de una casa señorial pero ruinosa, frente a la plaza del villorrio. Visible sólo durante un momento fugaz, la oscura efigie furtiva de una mujer que se muestra pero asimismo se oculta, que a un tiempo acecha y rehúye, capturada en la periferia de mi visión, bastó para excitar mi curiosidad. Observé que delante de la casa, debajo del balconcillo tras cuya vidriera apareció la imagen, entorpecía el paso el tocón de un algarrobo, limpiamente aserrado casi a ras del suelo en época lejana. En la taberna, mi fuente habitual de información no se mostró reticente:
....—Sí, la Casa del Algarrobo. Todavía la llaman así, aunque al algarrobo hace mucho que lo cortaron.
....Le pregunté por qué lo habían hecho.
....—Lo mandó la dueña de la casa, la señora Luva, después de que un rayo lo partió y lo abrasó hasta el tuétano, en medio de una tormenta como no se recuerda otra en Abramarca, que es famosa por su sequedad y porque no llueve nunca. Pero así fue. La señora dijo que no le daba el corazón para ver hendido y quemado ese árbol venerable, mucho más viejo que el pueblo, porque ya estaba arraigado en su sitio antes de que llegara el Conquistador. Se lo mienta como un gigante de más de seiscientos años de edad cuando el fuego lo fulminó. Y hubo que cortarlo, nomás, porque daba lástima, y los pobres que siempre abundan se lo llevaron tronchado en ramas y tueros, para calentarse con sus despojos…
....Sospeché que me interesaría hablar con la señora Luva, y así se lo dije al tabernero, quien me miró con asombro:
....—¡Hablar con la señora Luva! ¡Pero, señor! ¡Si esto que le estoy contando pasó hace tanto tiempo! Yo no había nacido todavía, y ya voy para viejo; a mí me lo refirió mi padre, que a su vez lo oyó del suyo.
....Le pregunté cuándo el rayo había muerto al algarrobo; yo quería una fecha exacta, pero a él le era imposible precisarla, aunque calculaba la antigüedad del hecho en no menos de noventa años. La señora Luva, entonces, debía ser muy, muy vieja. ¿Vivía aún en la Casa del Algarrobo?
....—Noventa años, sí. Sí, Luva debe de estar muy vieja –dijo, como si no hubiera oído mi última interrogación. Se la repetí—. La señora Luva desapareció el día siguiente al del corte del algarrobo. Nadie supo nunca adónde se fue. Desaparecieron ella y toda su gente, y ningún abramarqueño los vio partir.
....Recordé con disgusto la advertencia que un llanero me dirigió antes de entrar en la aldea, referida a los que quedaban en ella. Pero, ¿quién, cómo era Luva? ¿Por qué había abandonado Abramarca de modo tan abrupto? ¿Quiénes eran «su gente»? Esta resultó ser sólo su servidumbre. Cuando se ausentó, Luva era joven, soltera, altiva, dueña de tierras, inaccesible, sólo se la veía en misa. Quise saber quién ocupaba la casa al presente, y la respuesta fue «nadie». ¿Nadie? ¿La casa permanecía vacante, desprovista de atención, de vigilancia? ¿No moraba allí alguien… una guardesa, tal vez? No; la casa quedó deshabitada desde que Luva se marchó, en años tan remotos.
....Le dije, sin mentir, que me hubiera gustado conocerla en persona. Decidí, también, prolongar mi estancia en Abramarca.
....El día siguiente, a la misma hora, volví a huronear frente a la Casa del Algarrobo, pero esta vez al paso, no al trote. Vi —¿quise ver?— en la ventana, confusa y brevemente, la vaga y esquiva imagen de una mujer que me anhelaba desde allí, o tal vez sólo el raído jirón de una cortina vetusta agitada por el sempiterno viento comarcal. No supe entonces lo que mis ojos vieron, pero sentí un llamado inmóvil y mudo que me alcanzaba desde la casa inhóspita.
....El tercer día llegué a pie a la plaza desierta y me aposté en una banca de piedra, no lejos y a la vista del balcón del la Casa del Algarrobo. El último sol saturaba los blancos y los ocres de las áridas escarpas con un denso rojo translúcido, casi bermejo, cuando se abrió la puerta de la casa y un anciano, enjuto como un faquir y con tez de su mismo color, salió por ella y se acercó a mí. Iba vestido con ropas antiguas, gastadas y limpias, propias de una pobreza decente, sin miseria.
....—La señora Luva desea recibirlo ahora, señor –dijo sin preámbulo y con cortés deferencia.
....Por toda respuesta, me levanté de la banca y lo seguí. Ingresé en los aposentos, adornados con las macizas y severas galas del mobiliario colonial; Luva me esperaba de pie junto a una mesa enorme, lista para la cena y alumbrada con varios candelabros. Al ir acercándome a ella pude notar su sublime belleza española, acentuada por el contraste entre la blancura de la piel y el negro profundo de los ojos inmensos y el pelo, ceñido con una sencilla tiara de astreyes –esa tenue flor nívea que sólo se encuentra en Abramarca– y peinado en tirabuzones sueltos que rozaban su largo cuello y su pecho liso y suave, descubierto por el escote de su vestido talar de seda; su altura y su esbeltez parecían inducir sus pausados movimientos de cérvido. Pero emanaba de ella algo indefinible, una especie de falsedad o anacronismo; algo, quizás, como un ligero desajuste con el mundo, o como si su esplendor no fuera más que una superchería; acaso simulaba su juventud, ocultando arrugas con afeites y canas con una peluca. Pero yo veía que la señora me esperaba llegar con una suerte de fervor secreto, que fue desvaneciéndose hasta trocarse en una melancólica decepción cuando me detuve frente a ella:
....—Tú no eres el que yo espero… Te pareces mucho, pero no eres. Te pareces por esa barba rubia y esos ojos verdes, imposibles en Abramarca –desgranó con su grave voz de sibila, tomando la mano que yo le había tendido.
....Besé la suya y ofrecí retirarme de inmediato, dada la confusión, pero ella pareció alarmarse y vaciló. No había soltado mis dedos; se acercó mucho a mí y me dijo: «No; no te vayas», y levantó su mano arrastrando la mía y guiándola hasta que rocé con el dorso la tibia piel de su pecho. Alzó uno de los candelabros de plata y me miró a los ojos con intensidad, y en su mirada había una orden, no un ruego.
....La seguí hasta su alcoba, hasta su cama con dosel de muselina blanca teñida de rosa por la luz del borde del sol, no oculto aún por los cerros, que entraba a través de la ventana despojada y entre las cortinas tras las que vi a Luva la vez primera. Más tarde, en la mitad de la noche –las estrellas, siempre presentes como el viento, titilaban del otro lado de los cristales– me dijo, mientras se aferraba a mí: «No me dejes; desearía que vinieras conmigo a mi patria, y nos quedáramos juntos allá.» Me desconcertó; nunca sospeché que Luva no fuese natural de Abramarca; pero ya sus labios susurraban junto a mi oído una exhortación imperiosa: «¡Prométemelo!» Lo prometí, sin saber qué prometía; la oí suspirar, y murmurar algo, y se durmió en mis brazos.
....El canto de un pájaro me despertó con el sol ya alto, invisible desde la ventana apuntada al Poniente, pero la luz abundante delataba la hora cenital. Me acodé en la cama y miré y acaricié a Luva como para cerciorarme de su corporeidad; ella dormía aún en la placidez de su abandono, cálida y lozana, animada por una queda respiración. Me deslumbró el portento de la blancura de su cuerpo desnudo, la piel tan perfecta, el cabello tan negro derramándose sobre la almohada, la húmeda boca tierna y suave, el rostro tan hermoso y tranquilo, libre ahora de esa extraña aura de falsedad e incoherencia que lo transfiguraba el día anterior; eran el cuerpo y la cara de una mujer preciosa y joven de verdad, inmerso en la íntima y dulce luz matinal filtrada por la pantalla de las innumerables hojas verdes y las flores purpúreas del algarrobo gigantesco..
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José María Fojo
Publicado en el libro “Prosperidad de las sombras”
El Francotirador Ediciones, 2000...
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José María Fojo
Publicado en el libro “Prosperidad de las sombras”
El Francotirador Ediciones, 2000...
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