..
"Lo primero que el cuentista le pide a su lector es atención; el novelista, paciencia."

jueves, 13 de noviembre de 2008

Arderán tus alas (Cuento)

..
.
Miguel Espejo entrega un premio a José María Fojo
Segundo Concurso de Cuento Fundación Inca Seguros, 1993.
.
.
Arderán tus alas
..
.
.Prestadme oídos, no temáis, pues mis desgracias
ninguno de los hombres, salvo yo, puede sufrirlas.

(Sófocles, "Edipo Rey")
.

Aunque ya no le importa, inesperada, anómalamente Martín recuerda el comienzo, el momento cuando logró entrar en la vasta casa de los Cárdenas, y vio a don Cosme en su silla de ruedas ("Acá todo ocurre como si siempre hubiera estado allí", lo había prevenido Raúl), mirando un caballo negro que se desplazaba sobre las teselas bicolores con su trote ortogonal, a punto de perpetrar un regicidio. Los ojos del anciano se desprendieron del trebejo y se adhirieron a él (los sintió reptar sobre sus mejillas) a través de las lumbreras turbias de las lentes. Cada ojo era un molusco descomunal, pardo, estriado por un sutil encaje de capilares de color de tabaco, pero de las bolsas de los párpados inferiores se derramaba una sonrisa.
—Cómo te va, hijo.
La mano pesada y torpe, acaso fatigada de regir la inextinguible contradanza de las torres y los alfiles, ciñó sus dedos de adolescente. Martín pensó que esa mano estaba tan baldada como las piernas y casi todo el cuerpo del señor Cárdenas; sólo el cerebro parecía eximido de esa tullidez que impregnaba al padre de Raúl; más bien debía conservarse ágil y lozano, si era cierta su imbatibilidad en el juego. Sosteniendo esa especie de garra de mono momificada, Martín levantaba un discreto e involuntario censo del viejo: emaciado y mortecino, bastante calvo y con los pocos cabellos blancos colgándole junto a las orejas y como desmadrados del cimborrio craneano, con la macilenta flaccidez del cuerpo que fue obeso y al que el padecimiento le royó la adiposidad y la masa muscular, envueltas las piernas inútiles en una manta a cuadros, cercado por detrás y debajo por la silla de ruedas, por delante por el tablero de escaques, y por su invalidez en todo su alrededor, el señor Cárdenas semejaba un ex–hombre que ya casi no existe aunque aún esté allí. Pero algo como la sombra platónica de una sonrisa aposentada en sus ojeras lívidas y su boca exangüe lo saludaba, sugiriendo una recóndita simpatía parental. Martín oyó su respiración sibilante, quedamente anhelosa, como el siseo de un aire denso y pringoso en demasía, forzado a circular por conductos estrechos y obstruidos con escombros. El viejo lo contemplaba con sus descomunales ojos hipermétropes magnificados por las lentes, sostenidas por una gruesa armazón de carey; le pareció ser el objeto de observación de un atroz pez abisal que boquease para extraer un poco de oxígeno de una agua antigua y avara.
.
...
but she wouldn't dance with another
and I saw her standing there.

..
La voz de John Lennon descendía desde una habitación del piso alto, amortecida por la distancia y el encierro. Martín interrogó con los ojos a Raúl, que simulaba desentenderse, y comprendió que no llamaría a las muchachas, que no lo dejaría hablar con Mirta. Un vaho de rencor le arreboló la tez, y trató de disimularlo porque el señor Cárdenas aún seguía escrutándolo. Había conseguido entrar en la casa: era un avance, un logro. Ahora, estaba obligado hacerse amigo del viejo (¿acaso simulando interesarse por el ajedrez o alguna otra de sus infalibles manías seniles?) o de la tía Memé, si en algún momento cesaba de rezar y hacer ganchillo: tener una cabecera de puente asegurada, una excusa válida para presentarse y entrar en ausencia de Raúl. Quedaba claro que debería recurrir a tácticas solapadas y oblicuas para aproximarse a Mirta, y que Raúl no iba a ayudarlo en absoluto en su intento de relacionarse con su hermana; por el contrario, lo obstaculizaría férreamente. ¿Por qué? ¿Y por qué hubo de consentir en dejarlo entrar, en definitiva? Se podía tener a Raúl por cualquier cosa, menos por un ingenuo o un incauto: si ahora él estaba dentro de la casa, era porque el otro lo había permitido, y no porque se hubiera tragado sus historias y sus monsergas. Tal vez, pensaba, para humillarlo más (actitud típica de Raúl); para que se consumiera de deseo e impaciencia, como ese rey mítico que desde el fondo del tiempo se muere de hambre y sed entre fuentes y frutos.
Martín miraba a Raúl revolver unos libros en la biblioteca contigua, pasar las manos grandes y delicadas sobre los lomos dorados, en la búsqueda del volumen que desvelaría la razón en la controversia urdida por él (para adherirse a Raúl, para perseguirlo, para entrar en la casa), y cavilaba sobre sí mismo y su amigo, y Mirta y ese temblor sorprendido, ese vago anhelo, esa dulce enajenación que lo subyugaban nada más pensar en ella, y la bruma que difuminaba toda esa familia; se acercaba a Raúl, veía el libro y las frases y cada letra en particular, y trataba de leer y entender pero su atención estaba pendiente de la voz amortiguada de John Lennon, que les caía desde el dormitorio cerrado donde Mirta y Sarita ponían discos en el aparato y los oían, y charlaban y ojeaban revistas y comían bombones o tomaban el té con tostadas y no pensaban en él. No: Mirta no piensa en mí, se decía Martín, en tanto que Raúl, en un universo contiguo y aislado, como en un limbo, sacaba otros libros, se los ponía delante de la nariz, lo contemplaba un poco de soslayo con su particular y perenne aire de suficiencia, siempre en actitud de patrocinio y gozando de antemano con su pasión insana de ganar una controversia, y le explicaba algo: ¿Está claro? –preguntaba Raúl–. Sí, sí; ya lo veo –decía él; pero Raúl no paraba de hablar, de aturdirlo, de extraer otros libros y desplegar mapas; Claro, claro, decía Martín, e inexplicablemente lo distraía del canto que era su mágico nexo con Mirta la visión de don Cosme, enmarcado por el vano de la puerta, quien desplazaba un peón blanco con un movimiento interminable, como en un ralenti cinematográfico, impedido por la parálisis o la duda.
.
Hey Jude, don't let me down…
.
Ahora la voz y la música sonaban más francas, como si hubieran abierto la puerta del cuarto de las chicas. Martín se acercó a la sala y miró hacia lo alto de la escalera, a la balaustrada de cedro del balcón interior sobre el que daban las puertas de los dormitorios, justo a tiempo para ver a Mirta y Sarita que desaparecían en la penumbra de las entrañas de la casa, mientras el tocadiscos vomitaba el crepitar de la púa encajada en el interminable final del surco. Algo profería Raúl sobre un general o coronel muerto en batalla, sacudiendo un libraco, pero él sólo veía que Mirta llevaba un ajustado vestido azul de lana, y que su melena a lo paje oscilaba al pasar su brazo por la cintura de Sarita; y discernía a pesar de la parva luz del atardecer que el brazo de Mirta se recortaba delgado y moreno sobre la blusa y el pantalón blancos de su amiga.
—¿Puedo creer que se me escucha? ¿Para qué vinimos, si no saliste de Babia? –exclamaba Raúl, dejando los volúmenes–. ¿Qué estás mirando? –inquiría con acritud, asomándose a la sala y dirigiendo la vista hacia donde el señor Cárdenas regresaba el peón blanco a su casilla original con un movimiento de reversión de lentitud infinita. Pero Mirta y Sarita ya no estaban.
Si puedo resistir un poco más, tendrán que volver. Tienen que sacar el disco. Debo concentrarme y darle charla a Raúl, ganar tiempo –pensaba Martín, sin apartarse de la puerta. Pero Raúl reclamaba su atención, señalando unas estampas y haciéndole un gesto para que se aproximara. Martín observaba cómo don Cosme extendía el dedo medio de la mano derecha para cernirlo dubitativamente sobre la corona del rey negro, y lo asombró sentir un gran alivio y una extraña confianza, porque parecía que el tiempo se hubiera detenido de súbito y entonces dispondría de la eternidad para esperar que Mirta reapareciera con su vestido azul y su andar ingrávido. Mientras durase aquel movimiento de extensión del dedo, estaba a salvo.
…De improviso, el chirrido del tocadiscos cesó y la puerta del dormitorio de Mirta se cerró desde dentro. El dedo de don Cosme tocaba la corona negra; Martín experimentó la frustración de que algo a punto de consumarse había fallado. Y Raúl, quien ya colocaba los libros en los estantes, barbotaba una frase sobre ir al club o tomar un café en El Globo Rojo, se calzaba una chaqueta y se despedía de su padre, el que lo miraba sin verlo, como desprendido del mundo, premeditando tal vez la conveniencia de un enroque.
.
Love, love me do,
You know I love you...
.
¿Por qué se afanaba Raúl para sacarlo justo entonces de la casa, en el preciso momento que Mirta había puesto esa canción – ese mensaje o ruego secreto? ¿Sería una casualidad, o ella lo habría visto desde la penumbra, al asomarse a la puerta de la biblioteca? Y si era un mensaje, ¿qué clase de mensaje: quería alentarlo o burlarse de él? La mano de Raúl, apretada como un cepo alrededor de su brazo, lo tironeaba para arrastrarlo afuera. Martín asió esa mano para retirarla, y abría la boca para decir algo cuando un gemido o estertor sofocado, que llegaba desde el otro extremo de la sala pero que pareció salir de la boca abierta y muda de Martín, los petrificó en sus lugares; simultáneamente, el repiqueteo de un sinnúmero de granallas estrellándose sobre el piso de parqué los hizo volverse hacia don Cosme. El viejo se agitaba con una mano en la garganta, desbaratado en la silla de ruedas; una convulsión había hecho volar el tablero de ajedrez, y los trebejos yacían diseminados sobre el suelo, cribándolo de manchas negras y blancas. Raúl se aproximó con sosiego a su padre, seguido por la mirada de Martín; le tomó una mano y le levantó la cara, y acercó una oreja a la boca ávida y babosa.
—¡Me ahogo! –exhaló don Cosme, retorciéndose. Tenía las uñas violetas, un ojo casi cerrado y el otro que se salía de su órbita; una helada pátina de sudor le bruñía el rostro cianótico, y los cabellos blancos semejaban levitar alrededor del cráneo oscilante–. ¡Me ah…!
—No es nada –dijo Raúl ante la alarma de Martín–. Un poco de asma –y trataba de acomodar el laxo cuerpo agónico del anciano en la silla. La respiración frenética del señor Cárdenas se oía en un repentino silencio absoluto; Martín miró a las alturas y vio que la puerta del dormitorio de Mirta estaba abierta y el silencio parecía bajar desde allí como un miasma corpóreo que contaminara la atmósfera.
—¡Mirta! El nebulizador –ordenó Raúl a gritos, sin dejar de enderezar al viejo. Martín sintió una súbita alegría, estropeada al punto por la vergüenza de deberla al ataque de asma de don Cosme. Al instante, Mirta emergió de las tinieblas con su hieratismo y su aura de ser inasequible llevando el ridículo aparato de cristal y goma; detrás de ella apareció su rubia y pálida e inseparable amiga.
Raúl comenzó a vaporizar el medicamento en la boca del padre, y Mirta se arrodilló al lado de la silla de ruedas, le tomó una mano y la acarició, murmurando palabras inaudibles. Martín se ubicó de espaldas a la ventana para verla a sus anchas, destacada en la quebradiza luz del atardecer incipiente, mientras él permanecía en la penumbra. Vio el rostro grácil, enmarcado por la melena oscura y lacia, y una ola de algo que debía ser deseo lo sepultó. Ella se concentraba en el viejo acezante, como por completo ajena a la presencia de Martín; pero de pronto sus miradas chocaron durante un fugacísimo lapso, y Martín pudo leer en sus ojos de miel y caoba, rayados por unas apenas insinuadas líneas negras y doradas en los iris, húmedos como el otoño desencadenado ahí fuera, que fingía esa indiferencia, que estaba muy consciente de su proximidad. El deseo de tocarla fue un impulso irresistible, que su lábil ánimo hubo de vencer. Sarita permanecía relegada en la abulia, presenciando los aconteceres con frío despego. Martín columbró en su cara algo así como los restos de una sonrisa sarcástica y enigmática, por cierto despectiva, que desaparecía de sus labios ahuyentada por su propia mirada febril, pero subsistente en sus claros ojos, duros y algo irónicos –una expresión que sugería rechazo, desprecio; que lo consideraba un intruso.
—Vamos a llevar a papá al dormitorio –dispuso Raúl, que ya empujaba la silla de ruedas hacia la salida–. Avísenle a Memé.
—Necesito hablarte –susurró Martín con rapidez a Mirta, interponiéndose en su camino, a espaldas de Raúl; el bronco jadeo del viejo casi ocultó sus palabras.
—Ahora no –le contestó ella, sin mirarlo siquiera, e inició su marcha detrás de su hermano.
—¿Cuándo, entonces? –insistió Martín, poniendo su mano férvida en el brazo desnudo de ella y sintiéndose ebrio aún antes de tocarla.
Mirta se liberó con un gesto brusco y lo rozó, acaso por primera vez en forma voluntaria, con ojos tallados en hielo negro. Se alejó sin responderle.
Sarita, impávida y silenciosa, había subido la escalera, tal vez para poner a la tía Memé al corriente del acceso de asma de don Cosme, o quizás con el único fin de no permanecer con él. Martín se quedó solo en la sala; esperó un tiempo cuya duración no pudo calcular, pero que le pareció excesivo, sin saber qué hacer. Aguardaba el regreso de Raúl; eso le parecía lo más lógico y natural: sin duda, Raúl no tardaría en volver, y se irían juntos. Pero nada ocurría: no se oían voces ni ruidos, nadie retornaba; tuvo la incómoda sensación de que el edificio se había vaciado de habitantes. Trató de mantenerse tranquilo e indiferente, pero con el transcurrir de los minutos se sentía más estupefacto de que lo hubieran dejado así, sin una palabra, como un objeto o un animal que se abandona en las sombras y el olvido, como si no fuera nadie, como si no existiese. Su indignación estalló al divisar por la ventana a Raúl, quien atravesaba con absoluta calma el jardín y desaparecía en la calle desierta. Fue como si una sombra envenenada descendiera sobre él, ahogándolo; como si lo aplastara un alud de hierro. ¿Qué soy para estas gentes? –se preguntó–, ¿Qué soy para ella? ¿Qué es esto que está sucediendo? Una cólera incontenible iba ganándolo y se acrecentaba por momentos. Por fin, llevado por su ira y su disgusto, forcejeó con la puerta que comunicaba con las habitaciones interiores: comprobó con estupor que estaba cerrada con llave. Sintiendo que una súbita marea de sangre inflamada le trepaba por el cuello y el rostro, pensó que sería infinitamente grotesco y afrentoso para él llamar o subir la escalera en busca de alguien, que ese dejarlo solo era la más hiriente y ofensiva invitación a retirarse; que era peor que echarlo. Cruzó el vestíbulo y salió al jardín, cerrando la robusta puerta principal de un golpe, sacudido por ráfagas unánimes de despecho, ira y desconcierto. En la calle, se alejó furioso bajo las ramas saqueadas, aturdido, humillado, tratando con vehemencia de abstraer a Mirta de los que la rodeaban, de aislarla y protegerla de la lepra que roía a esas gentes, en un esfuerzo supremo por creerla distinta de ellas.
.
*
.
Tendido en su cama, Martín enciende otro cigarrillo; el fluir de la marchita luz que ingresa a través del ventanal, tamizada por las cortinas, remeda la corriente de pensamientos errátiles que lamen su conciencia sin adherirse a ella, gastándose o consumiéndose por sí mismos. Quisiera olvidar... –medita distraído, dando una chupada al cigarrillo y componiendo una irónica e involuntaria mueca de desdén–. Olvidar, sí: no estar acá, no ser ahora–. No le interesan el viejo don Cosme, que casi está muerto; ni Sarita, que no es nadie; ni la tía Memé, que no existe. Raúl no le importa: lo considera un ser nefasto, un canalla, al que sería muy agradable borrarle esa sonrisa de superioridad a puñetazos; pero Mirta lo aborrecerá si lo hace –y acaso eso sea mejor que su indiferencia o su desprecio. Martín gira sobre el cobertor, con la imagen de Mirta en la conciencia, y siente que la vida sin ella será un páramo o una charada. El humo (esa metáfora de lo amorfo) se le aparece como la materialización del rencor que lo enerva, o de esa neblina que torna espectrales a los Cárdenas y en la que cavilaba unas horas antes. ¿Qué secreto abrigan esas personas que viven juntas, no como en un hogar sino un hotel, sin llegar a conformar una familia? ¿Cuál enigma, preciso e indescriptible como el contorno de las nubes que ve derivar en el cielo vespertino, es la causa de la conducta arbitraria o francamente contradictoria de Mirta? ¿Cuál es la razón de la mise-en-scène que acaban de endilgarle, cuál su absurdo y pestilente mensaje? Durante años ha oído habladurías sobre los Cárdenas, las que nunca creyó porque siempre le parecieron por completo repugnantes e inverosímiles, abyectas miserias de suburbio. Pero esas murmuraciones, ahora, lo acosan: la rara enfermedad de don Cosme (ese lento disgregarse en la parálisis, la esquizofrenia y la incuria) y su excluyente chifladura por el ajedrez; el cohabitar con la tía Memé, que no es la hermana de don Cosme sino la cuñada, a quien sólo ocupan el crochet y sus oraciones; la vida yerma de Raúl, quien, sumido en la paranoia de su intelectualidad, no estudia ni trabaja, ni hace deportes, ni sale con mujeres; la relación ambigua de Mirta y Sarita, que siempre están juntas y no tienen otras amigas. Nada particular, nada sospechoso, pero que en boca de los maldicientes se mezcla con un hálito equívoco y se tiñe con los protervos colores de la anormalidad. Le parece que se ahoga en ese clima fétido y mezquino, que es mejor que se aparte y se olvide de los Cárdenas, sus rarezas y excentricidades. Pero al mismo tiempo le resulta increíble que permanecerá por siempre ajeno a la vida de Mirta. Hay algo muy extraño en los Cárdenas, y él sabe que necesita saber qué es, y que el mal reside, precisamente, en esa avidez compulsiva de conocimiento, ese demonio que tienta a sus víctimas y les gana la expulsión del Paraíso. Martín se siente como las mariposas nocturnas, que son atraídas de modo irremisible por la llama en la que han de arder sus alas; el misterio de los Cárdenas es su hoguera funeraria. Acaso en la ausencia y la ignorancia podría mantener la calma y la ecuanimidad, las que por otra parte le importan un bledo: no es Júpiter que mira, desde una nube, a su pueblo de semidioses, ni un geómetra ocupado de asépticos teoremas, sino sólo un hombre enfangado en la turbia condición humana y al que encandila un craso absoluto: el de descubrir la verdad, aunque lo desgarre, de una mujer que lo enamora. No tiene escapatoria: no se conformará con menos. Su decisión está hecha: por la noche va a penetrar subrepticiamente en esa casa para ver qué sucede allí; y, sin saber por qué, recuerda que la palabra testigo es la otra manera de aludir al mártir.


Martín avanza por la calle entenebrecida, apenas iluminada por las últimas lumbres del poniente; de cara al ocaso, sin ver la helíaca fusión del horizonte en la fantástica coda del crepúsculo, aplasta las hojas caídas, y el aire frío y húmedo del otoño, con su peculiar perfume de decadencia, se le prende con sus uñas de la nariz y los párpados. Sabe que muchos años después, en un otoño futuro que llegará implacablemente, cuando él sea un hombre ya maduro (tal vez cincuentón), oirá el mismo crujir de hojas secas y aspirará idéntico aire leve y manchado de aromas sutiles, y recordará al muchacho que ahora es con un dejo de melancólica simpatía, casi de compasión, como ese hombre adulto puede pensar en un amigo joven, vulnerable y sin amparo, o un hijo sumido en el infortunio. ¿Qué simas deberá atravesar para convertirse en ese hombre que el devenir, al cabo de muchos años, le tiene predestinado? Ese hombre, al que ya prefigura, que sin duda será más sabio y más cauto que él en este momento, ¿seguiría acercándose a esa casa en un crepúsculo infausto con el propósito de ingresar en ella para descubrir nada menos que la verdad? Deberán transcurrir treinta o cuarenta años para conocer la respuesta; hoy, sus pasos no se detienen.
Con la última claridad llega a la esquina en que la residencia de los Cárdenas lo desasosiega con su enigma; considera que es imprudente quedarse de pie allí, bajo las lámparas eléctricas a punto de encenderse, porque visto desde las ventanas, o descubierto por Raúl cuando llegue, su acecho se frustraría. Por fortuna, un edificio en construcción cercado por una empalizada alza sus andamios frente a la casa a vigilar. Martín da un golpe a una de las tablas del maderamen y se introduce en el providencial atisbadero. Desde allí, ve iluminarse el cuarto de la tía Memé; contempla la borrosa silueta, velada por una tenue cortina, del señor Cárdenas enfrascado en la tenaz partida (Blanco y negro –piensa Martín–, puro maniqueísmo: ojalá la vida fuera tan simple); ve pasar una sombra tras la ventana del dormitorio de Mirta, y siente que se le cierra la garganta y el corazón le da mazazos salvajes contra las costillas. Pasan muchos minutos durante los que el frío se acrecienta, acentuando la frigidez que lo entumece, y por fin Raúl surge con lento paso en la perspectiva de la calle y entra en la casa. Martín aún ha de permanecer un tiempo inconmensurable, escandido por los golpes de su sangre, fascinado por esa enorme fachada inserta como una cuña en el diedro inmaterial de las dos calles, sin que nada suceda salvo la transmutación de su angustia en impaciencia y de ésta en congoja, hasta que se apagan las luces en el cuarto de Mirta y se encienden en el de Raúl.
Martín sale de su escondrijo pensando sólo cómo hará para entrar en la casa. Salta la verja en el lugar más oscuro, y se dirige a la poterna de servicio, que encuentra atrancada. ¿Cómo forzar la puerta principal sin que los ocupantes lo oigan? Gira el picaporte y descubre, con sorpresa y satisfacción, que no han echado llave. Antes de abrir la puerta, se le ocurre que los Cárdenas podrían demandarlo por allanamiento de domicilio. Sonríe en su interior, recordando el gallo de Sócrates, y entra.
Desde el vestíbulo, inmerso en un silencio sin máculas, ve a don Cosme frente al tablero. Pero el viejo ha interrumpido el desarrollo de la inagotable partida: apoyado contra el respaldo de la silla de ruedas, tiene la cabeza caída sobre el pecho, una mano en el regazo y la otra, en el extremo del brazo extendido a lo largo del cuerpo, se engarabita alrededor de algo. Martín se para junto a él, estudiándolo: parece desmayado o muerto; absurdamente piensa que en la mano crispada aferra un alfil. Le pasa dos dedos por debajo de la barbilla y le levanta la cara. Don Cosme lo mira con sus ojos de lémur, graves y desolados, implorantes, turbios por una humedad que no se decide a resolverse en lágrima. Martín se queda un rato muy largo mirándolo, ambos silenciosos, y por fin suelta el rostro, que vuelve a derrumbarse sobre el pecho, y se dirige a la escalera. A medio camino, lo alcanza la voz quebrada y vencida del viejo:
—¡Insensato! ¡Insensato!
Sube los escalones sin prisa, ya que nada podría impedirle llegar hasta el final. Una vez más, el señor Cárdenas repite "¡Insensato!"; Martín ya no discrimina si como un reproche o con una infinita aquiescencia.
Llegado arriba, ve una raya de luz debajo del peinazo de la puerta del cuarto de la tía Memé; apoya un oído contra el batiente y puede auscultar su quedo llanto, interrumpido por tandas de plegarias. De la puerta del dormitorio de Raúl fluye un silencio ominoso, casi tangible; pone las puntas de los dedos sobre el pomo y empuja con lentísimo gesto.
La espalda de Raúl, alumbrada al ras por los veladores y hendida por largos y delicados arañazos recién infligidos, que semejan las huellas de una tralla que alguien ha descargado amorosamente, es una escultura obscena que se le aparece como una alucinación, ofreciéndose al aniquilamiento. Las dos muchachas, desnudas y tendidas una junto a la otra en la cama, en escorzo, miran el inesperado intruso lelas y consternadas de espanto y sorpresa. Martín siente que no puede atacar a Raúl por la espalda, que debe hacer algo para que se dé vuelta y poder matarlo de frente. Se queda quieto sobre el umbral, tenso durante un segundo inacabable hasta que el quejido de asfixia de don Cosme y el rumor del choque de los trebejos contra el piso se mezclan con el primer grito de Mirta y Sarita y el alarido de Raúl, que se lanza contra él transfigurado de odio.
Ahora, ya no me importa nada. No me importa si lo mato o me mata, pero no quiero oírlo ni verlo nunca más –piensa Martín, engarfiando sus dedos alrededor del cuello de Raúl, zozobrando en el ruido y el furor.
.
* * *
.
.José María Fojo
Mención Honorífica Segundo Concurso de Cuento
«Fundación Inca Seguros», 1993.
Publicado en el libro “Prosperidad de las sombras”
El Francotirador Ediciones, 2000.
.

No hay comentarios:

Publicar un comentario