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"Lo primero que el cuentista le pide a su lector es atención; el novelista, paciencia."

viernes, 13 de julio de 2012

Nota sobre “El hacedor” del 13 de julio de 2012.

 "Arboleda en otoño"
Óleo sobre cartón de José María Fojo, cm. 24,0 x 34,3 - Año 2013


Dante Alighieri


En 1960 Borges publicó “El hacedor”, esa (en sus propias palabras) silva de varia lección que congrega poesía y una prosa tan poética que las oraciones encarnan los versos y los párrafos, las estrofas. En el primer párrafo del fragmento “Inferno, I, 32” el autor comete (o parece cometer) un curioso error: habla de “… un leopardo, en los años finales del siglo XII, …” (etc), que tiene un sueño en el que Dios le revela su destino y la cifra de su vida. En  el segundo y último  párrafo  del fragmento,  dice: “Años después, Dante se moría en Ravena, …” (etc). La redacción de estas dos oraciones sugiere que ambos acontecimientos (el sueño del leopardo y la muerte de Dante) están separados por pocos años. Pero Dante murió en 1321, en pleno siglo XIV, de donde el sueño del leopardo debió ocurrir a fines del siglo XIII, no del siglo XII. Esta aparente distracción de Borges, que omite el dato del nacimiento del poeta florentino a mediados del siglo XIII (ca.1265), ¿es realmente una distracción o una sutil trampa o juego del autor, o escribió “siglo XII” porque la prosodia de estas palabras se combina mejor con el resto de la frase? No lo sabemos, y es probable que nunca lo sepamos con certeza.
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José María Fojo, 2012.
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domingo, 1 de julio de 2012

El aplazamiento (cuento)

"Retrato de Franz Kafka"
Óleo sobre tela sobre cartón de José María Fojo, cm. 36,0 x 30,0 - Año 2015



El aplazamiento


En una antigua biblioteca de la calle Nerudova, en Praga, se encontró un curioso manuscrito sin firma completa pero que, por el estilo y la temática, no deja dudas de quién podría ser el autor. Escrito con tinta negra sobre hojas lisas de papel ordinario, de pequeño tamaño, lleva por título “Der Aufschub” (El Aplazamiento) y está fechado en la misma ciudad el 30 de enero de 1899; la firma parece ser una “K” con el adorno de una intrincada filigrana. El texto es el que se copia abajo.


Recibí la citación en el crepúsculo. Se me conminaba a presentarme al día siguiente, a las siete de la mañana, en uno de los juzgados del Palacio de Justicia. No se indicaba el nombre del funcionario que habría de atenderme, ni el número del despacho al que debía reportarme; tampoco se aclaraba si mi carácter era el de imputado, testigo o víctima. Con la cédula de citación en la mano, me dormí confiando en que los ujieres proveerían a mi orientación, una vez dentro del edificio.
A la hora señalada, me apeé del tranvía y aparté los retazos de niebla con los faldones de mi levita; subí los escalones del Palacio, que es tan grande que se sabe que comienza en la esquina de la parada del tranvía, pero cuyo fin no puede divisarse, aun en los días claros del verano. Un portero de librea me franqueó el paso a través de la pesada puerta de roble y pronto estuve en la Sala de Espera, desierta. Ésta es un recinto enorme, más bien un corredor angosto y de altísima bóveda, de una largura sin fin (las paredes de sus extremos no se alcanzan a ver, y se las confunde con una neblina azulada); hay duros bancos de madera con capacidad para tres personas cada uno, y la cantidad de puertas que se abren en la pared frente a los bancos no puede contarse, como también es indefinido (por lo inmenso) el número de ventanas enrejadas que perforan la pared ubicada detrás de los bancos. Un ujier se aproximó a mí y le mostré la cédula, que no miró, y me invitó con un cortés ademán a sentarme en la banca más cercana. Me senté.
Como el tiempo pasaba y el rígido asiento se hundía en mis carnes, me incorporé y me acerqué al ujier (que permanecía parado junto a una puerta cerrada, acomodándose la librea) con el papel en la mano y la boca abierta para hacerle una pregunta, pero él me atajó poniendo el índice de su mano derecha sobre sus labios y señalándome el banco con la otra, extendida. Entendí que no se me permitía no seguir esperando, porque el Señor Juez debería hallarse ocupado aún, sin poder dedicar su atención a mi caso, el que sin duda no revestiría la mínima importancia.
La luz en las ventanas mermaba; comprendí que el día se precipitaba a su fin. Cada tantos minutos se abría una de las puertas y salía un caballero de levita negra y chistera, con un portafolio colgado de la mano; todos ellos tenían barbas rubias, ojos azules y gastaban lentes circulares con armazón de níquel; colegí que se trataba de los Abogados, inmersos en sus graves asuntos judiciales y que los portafolios atesoraban los importantísimos Expedientes que otorgaban sustento a sus negocios forenses. Los Abogados siempre iban solos, silenciosos, como cavilando en lo que se había dicho en la audiencia, y se alejaban a lo largo del pasillo en una dirección u otra, con paso cansino, hasta perderse de vista. Ninguno me miraba.
Las ventanas ya transparentaban la noche y muy de cuando en cuando la oscuridad se quebraba por el súbito fulgor del arco eléctrico de un tranvía; por fin no hubo más arcos, ni ruidos, ni luz en la calle. El ujier continuaba junto a la puerta, de pie, incansable; las varillas de madera del banco se incrustaban en mí, pero el lento paso esporádico e indiferente de algún Abogado me distraía y me olvidaba del dolor. Uno de ellos se detuvo frente a mí y con una reverencia aparatosa que casi llegó al suelo y quitándose la chistera a modo de saludo, depositó su portafolio sobre mis rodillas, se enderezó y se alejó. Yo no sabía qué hacer con la cartera; estuve a punto de abrirla pero por prudencia y discreción me abstuve; la sopesé, la coloqué en el piso, volví a alzarla y ponerla en mi regazo. El ujier, impensadamente, acudió en mi ayuda al decirme, con suma cortesía y señalándome la puerta cerrada del despacho más cercano:
Tenga la bondad –y se inclinó en una rígida reverencia, sosteniendo la cartera para evitar que me incomodara.
Abrió la puerta y entré en la oficina, en la que no había nadie. Un imponente escritorio de caoba, ubicado sobre un alto pedestal de madera más clara, con un escudo de la ciudad y una leyenda en latín, que no pude entender, me sobrecogieron. El ujier apoyó el portafolio sobre la tapa del escritorio, en el que había un tintero de plomo, un macillo de plata y una campanilla de bronce, y ante mi incomprensión y estupor me alcanzó un ropaje negro con vivos rojos que tomó de un perchero.
Sírvase revestir la toga, Excelencia –me dijo, sosteniéndola a mis espaldas para que yo pasara los brazos por las amplias mangas. Subió al estrado, retiró la silla hacia atrás para que yo la ocupara con comodidad, y me invitó a hacerlo con el gesto siempre cortés y ceremonioso de su mano derecha. Una vez instalado en la espaciosa butaca tomó el portafolio, lo abrió y desplegó los Expedientes sobre el escritorio, delante de mí, al tiempo que me alcanzaba la pluma, previamente mojada en la tinta contenida en el tintero de plomo.
Bien –dije, porque creí que esa palabra era lo que se esperaba de mí.
Otra reverencia (parecía que le resultaba imposible hablar sin hacer antes una inclinación) y dejó oír su voz, muy respetuosa y no desprovista de un adarme de obsecuencia:
Si Su Excelencia me necesita, no tiene más que hacer sonar la campanilla –y se retiró por una puerta lateral en la que yo no había reparado.
Me aboqué de inmediato al estudio de los Expedientes, que sellaba y firmaba en cuanto terminaba su lectura, previa redacción de mi parecer, consejo, objeción o sentencia, según correspondiera. La tarea me absorbía y el ujier entraba cada tantas horas, o días, a recoger los Expedientes despachados y traerme otros nuevos, que también exigían mi consideración. Era una labor monótona y agradable. El tiempo corría sin sentirse, y mi reloj se había detenido hacía mucho, pero nunca experimenté ganas de darle cuerda, de modo que lo dejé parado, lo que no me pareció un arreglo insatisfactorio. En algún momento mi mano se apoyó pensativamente en mi mandíbula, y yo, que había llegado poco antes siendo un hombre joven y totalmente afeitado, me alarmé e inquieté al divisar, con el rabillo del ojo, que mis dedos acariciaban los pelos de una barba blanca; deslicé las yemas de aquellos por mi cráneo y comprobé (bien que sin darle mayor importancia) que estaba mondo, liso como un melón. Me acomodé los anteojos, que jamás había usado pero a los cuales me había acostumbrado insensiblemente. Un suspiro brotó del fondo de mis pulmones. Terminé de leer el último Expediente de la pila, lo sellé, lo firmé y sacudí la campanilla.
Entró el ujier, hizo la reverencia de rigor y se mostró dispuesto a recibir órdenes.
¿Qué tenemos ahora? ¿Más Expedientes?
El servidor acomodó los botones dorados de su librea, cruzó las manos sobre el vientre y me respondió:
No, Excelencia. Hay un caso que requiere su atención, pero no se encuentra en un Expediente. Un imputado está esperando que Su Excelencia lo juzgue.
Bien. Hágalo pasar, por favor –exclamé, algo amoscado.
El ujier inclinó la cabeza en señal de obediencia incondicional, se acercó a la puerta y, con una seña, me hizo entrar en el despacho.
Me asombró verme tan joven, con el pelo oscuro y sin gafas, como recién bajado del tranvía. Pero no iba a dejarme intimidar ni enternecer. La Justicia es (debe ser) implacable.
¿Cómo se llama usted? –grité al reo, que bajó los ojos. Las manos le (me) temblaban un poco. Antes de que pudiera contestarme, lo anonadé con una pregunta directa e ineludible:
¿Cómo se declara usted: inocente o culpable? –y me di cuenta de que mis ojos despedían chispas.
Culpable, desde luego –musité con voz casi inaudible.
¡Muy bien! rugí. Tomé un folio en blanco y la pluma, escribí la sentencia, la sellé y la firmé, di un golpe en la mesa con el macillo de plata e instruí al ujier (acaso con demasiada acritud), entregándole el papel: ¡Lléveselo!
El ujier dobló la hoja emborronada y se la guardó en el bolsillo, me tomó del brazo y me sacó del despacho, sin prisa y sin palabras. Mi suerte estaba echada.
Me vi salir y no sé si me agitó el desprecio o la lástima. Se cerró la puerta, sacudí la campanilla y el ujier entró de inmediato, con otra provisión de Expedientes.
Me arrellané en la butaca y comencé a leer, a firmar, sellar y despachar los asuntos. Por fin, ya confinado para siempre en mi mazmorra inexpugnable, supe que nunca volvería a verme ni saber de mí. Mi reloj seguía parado, pero yo no remonté la cuerda. Ya no me importaba.

*  *  *

José María Fojo, 2010.