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"Lo primero que el cuentista le pide a su lector es atención; el novelista, paciencia."

jueves, 26 de agosto de 2010

Los diagnósticos del Dr. More

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"La blanqueada"
Óleo sobre chapadur de José María Fojo, cm. 27,0 x 50,0 - Año 2013
 
 
 

‘¿Pero qué,’ dijo, ‘si yo debiera codearme con otra clase de ministros, cuyos principales inventos y deliberaciones fueran por cuál arte se podrían aumentar los tesoros del príncipe?, donde uno propone elevar el valor de la moneda cuando las deudas el rey son grandes, y bajarlo cuando deben llegar los recursos, de modo que el rey pueda tanto pagar mucho con poco, como a poco recibir mucho. Otro propone simular una guerra para poder recolectar fondos para librarla, y que se firme la paz tan pronto como se tenga el caudal; y esto con tales apariencias de religión que puedan afectar al pueblo, y llevarlos a imputarlo a la piedad de su príncipe y a su cuidado por las vidas de sus súbditos. Un tercero ofrece algunas viejas y rancias leyes que se han tornado anticuadas por el largo desuso (y que, como habían sido olvidadas por todos los súbditos, también habían sido quebradas por ellos), y propone tasar las penalidades de estas leyes, de modo que, como esto acarrearía un vasto tesoro, podría haber una muy buena pretensión para ello, porque parecería que se ejecuta la ley y se hace justicia. Un cuarto propone la prohibición de muchas cosas bajo severas penas, especialmente las que fueran en contra del interés del pueblo, y luego dispensar de estas prohibiciones, mediante grandes pagos, a los que pudieren encontrar ventajas en incumplirlas. Esto serviría dos fines, ambos aceptables para muchos; porque aquéllos a quienes su avaricia llevó a transgredirlas serían severamente multados, y la venta de licencias costosas luciría como si el príncipe fuera amable con sus súbditos, y no dispensara fácilmente o a bajo precio nada que pudiera estar contra el bien público. Otro propone que se asegure que los jueces fallen siempre a favor de la prerrogativa; que se los envíe a menudo a la Corte para que el rey pueda oírlos argumentar sobre los puntos que le conciernen; porque, por muy injustas que fueran sus pretensiones siempre alguno de ellos, ora por contradecir a los otros, ora por el orgullo de la singularidad, ora por hacer la corte, encontraría alguna excusa u otra para darle al rey buenas razones para defender su punto. Porque si los jueces difieren de opinión, la cosa más clara del mundo se torna por ese medio disputable, y una vez que la verdad es cuestionada, el rey puede entonces con ventaja torcer la ley en su beneficio; mientras que los jueces que disienten serán doblegados por miedo o mansedumbre; y así ganados, todos pueden ser enviados al Tribunal para sentenciar bravamente como el rey quiere; porque nunca faltarán aceptables razones cuando la sentencia deba darse a favor del príncipe. Se dirá que la equidad está de su parte, o se encontrarán algunas palabras en la ley que lo sugieran, o se les dará algún sentido forzado; y, cuando todo lo otro falle, se dirá que la indudable prerrogativa del rey está por encima de toda ley, y que un juez religioso debe tenerla en especial consideración. Así, todos convienen en la máxima de Craso, que un rey no puede tener suficiente tesoro ya que con él debe mantener sus ejércitos; que un rey, aunque lo quisiera, no puede hacer nada injusto; que toda propiedad reside en él, no exceptuando las personas de sus súbditos; y que ningún hombre tiene otra propiedad sino la que el rey, en su bondad, cree adecuado dejarle. Y piensan que es el interés del príncipe que se les deje tan poca como sea posible, como si le fuera ventajoso que sus súbditos no tengan ni riquezas ni libertad, ya que estos bienes los hacen menos fáciles y menos dispuestos a ser sometidos a un gobierno cruel e injusto. Mientras que la necesidad y la pobreza los embotan, los vuelven pacientes, los abaten, y quiebran esa altura de espíritu que podría disponerlos a rebelarse. ¿Entonces qué si, después de que se haya hecho todas estas propuestas, me levantara y dijera que tales consejos son tanto inapropiados como dañosos para un rey; y que no sólo su honor sino su seguridad consisten más en la riqueza de sus súbditos que en la suya propia; si yo mostrara que el pueblo elige un rey para beneficio propio y no para el del rey; que, por sus cuidados y afanes, ellos puedan estar tanto cómodos como seguros; y que, por tanto, un príncipe debería tener más cuidado de la felicidad de su pueblo que de la propia, como el pastor debe tener más cuidado de su rebaño que de sí mismo? También es cierto que están muy equivocados los que piensan que la pobreza de una nación es un signo de la seguridad pública. ¿Quién pelea más que los mendigos? ¿Quién anhela más un cambio que el que se siente incómodo en sus circunstancias presentes? ¿Y quién corre a crear confusión con tan desesperado arrojo como quienes, no teniendo nada que perder, esperan ganar con ella? Si un rey cayera en tanto desprecio o envidia que no pudiera mantener sus súbditos en sus deberes sino por la opresión y el abuso, y haciéndolos pobres y miserables, sería ciertamente mejor para él abandonar su reino que retenerlo con tales métodos que le hacen, aun cuando conserve el nombre de autoridad, perder su majestad. Ni es tan decoroso para la dignidad de un monarca reinar sobre mendigos como sobre súbditos ricos y felices. Y por ello Fabricio, un hombre de temperamento noble y exaltado, dijo que “preferiría gobernar hombres ricos a ser rico él mismo; ya que un hombre que abunda en riqueza y placeres mientras todos en su derredor sufren y se quejan, es más un carcelero que un rey.” Es un torpe médico el que no puede curar una enfermedad sin arrojar su paciente a otra. De igual manera, el que no puede encontrar otra forma de corregir los errores de su pueblo sino privándolo de las conveniencias de la vida, muestra que no sabe qué es gobernar una nación libre. Debería mejor sacudirse su pereza, o deponer su orgullo, porque el desprecio o el odio que su pueblo le tiene nacen de los vicios que lo habitan. Que viva de lo que le pertenece sin dañar a otros, y acomode sus gastos a sus ingresos. Que castigue los crímenes y que, por esta sabia conducta, se afane en prevenirlos, más que en ser severo cuando se hayan vuelto demasiado comunes. Que no reviva con precipitación leyes que hayan sido abrogadas por el desuso, especialmente si han sido olvidadas durante mucho tiempo, y nunca necesarias. Y que por su quebrantamiento nunca imponga pena alguna a la que un juez no cediera frente a un hombre privado, sino que lo consideraría una persona taimada e injusta por pretenderlo. A estas cosas añadiría esa ley de los Macarios —un pueblo que vive no lejos de Utopía— por la cual el rey, el día del comienzo de su reinado, es sujeto por un juramento, confirmado por solemnes sacrificios, a nunca tener más de mil libras de oro a la vez en sus tesoros, o tanta plata como sea igual a ese valor. Esta ley, nos dicen, fue dictada por un excelente rey que tenía más interés en las riquezas de su país que en las suyas propias, y por tanto proveyó contra la acumulación de tanto tesoro que pudiera empobrecer al pueblo. Pensó que esa moderada suma sería bastante para cualquier incidente, tanto si el rey tuviera necesidad de ella contra los rebeldes, como el reino contra la invasión de un enemigo; pero que no era suficiente para alentar a un príncipe a invadir los derechos de otro hombre — una circunstancia que fue la causa principal de la creación de esa ley. También pensó que era una buena provisión para la libre circulación del dinero, tan necesaria para el curso del comercio y el intercambio. Y cuando un rey debe distribuir todos esos ingresos extraordinarios que incrementan el tesoro más allá de la cuantía debida, se torna menos dispuesto a oprimir a sus súbditos. Un rey como éste será el terror de los hombres malos y será amado de todos los buenos.’
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De "Discursos de Raphael Hythloday, sobre el mejor estado de una mancomunidad"
San Thomas More, Utopia (1516)
Traducción de J. M. F.
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martes, 24 de agosto de 2010

Pascal y la fe

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"Puente del Rosedal de Palermo, Buenos Aires"
Óleo sobre chapadur de José María Fojo, cm. 24,0 x 35,0 - Año 2015

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El célebre argumento de Pascal sobre la conveniencia de creer en Dios parece un argumento contable, más que teológico: conviene creer en Dios porque, si uno cree y Dios no existe, uno no pierde nada; pero si no cree y Dios existe, se condena para la eternidad. Notable: un argumento digno de Luca Pacioli, no de San Agustín: la hoja de balance con el Debe y el Haber. O de esos burgueses que tan bien caracterizó Balzac como “grandes calculadores” en Eugènie Grandet.
No por nada Pascal fue el inventor de la pascalina.
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.J. M. F., 2010.
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miércoles, 11 de agosto de 2010

El honor del esbirro

"Luis Aquino pintando en Villa María, Córdoba, 1944"
Óleo sobre tela sobre cartón de José María Fojo, cm. 50,8 x 40,6 - Año 2014



En primavera, un criado desconocido abordó a mi padre en una calle de Benevento, y le rogó que lo acompañase a las puertas de la ciudad. Allí los esperaban cuatro hombres montados y un caballero de mediana edad, quien dijo a mi padre:

...—Señor Zoto, he aquí esta bolsa de cincuenta cequíes para vos. Os ruego que me escoltéis a mi castillo, que está cerca, pero antes dejéis que mis criados os venden los ojos.
...Mi padre dio su consentimiento, y después de un largo camino y muchas vueltas, llegaron al castillo donde vivía el maduro señor. Una vez dentro retiraron la venda de sus ojos, y mi padre pudo ver a una dama atada a un sillón, con la cara cubierta y amordazada. Entonces el castellano se dirigió de nuevo a mi padre:
...—Señor Zoto, aquí tenéis otra bolsa con cien cequíes más. Os ruego que tengáis la bondad de apuñalar a mi esposa.
...—Señor –respondió mi padre–, me ofendéis. Yo acecho a las gentes a la vuelta de una esquina o las ataco en la espesura de un bosque, pero el de verdugo no es mi oficio.
...Dicho esto, mi padre arrojó las dos bolsas a los pies del vengativo esposo, quien, sin insistir más, ordenó que se le vendara de nuevo los ojos y se le condujera de regreso a la ciudad. Esta acción noble y generosa honró mucho a mi padre, pero pronto realizó otra que mereció aun más elogios. En Benevento había dos hombres principales, el conde de Montalto y el marqués de Serra. El de Montalto mandó llamar a mi padre y le aseguró quinientos cequíes por matar al de Serra. Mi padre aceptó la oferta, pero no sin solicitar al conde que le concediera cierto tiempo, pues sabía que el marqués se hallaba bien guardado por sus hombres. Dos días más tarde, el marqués de Serra hizo llamar a mi padre a un lugar discreto, y le dijo:
...—Zoto, aquí tenéis una talega con quinientos cequíes. Podéis quedaros con ella, pero debéis darme vuestra palabra de honor de que mataréis a Montalto.
...Mi padre tomó la bolsa y le dijo:
...—Señor marqués, tenéis mi palabra de honor de que mataré a Montalto, pero debo confesaros que le he dado a él también mi palabra de honor de mataros a vos.
...—Confío en que no haréis tal cosa –exclamó el marqués, riendo.
...—Perdón, señor marqués –respondió mi padre con la mayor seriedad–, lo he prometido y lo haré.
...El marqués dio un salto atrás y desenvainó su espada. Pero mi padre ya tenía su pistola en la mano y le disparó a la cabeza, matándolo. Después de lo cual se encaminó a la casa de Montalto y le anunció que su enemigo ya estaba muerto. El conde lo abrazó y le entregó los quinientos cequíes prometidos. Mi padre le comunicó, con ciero embarazo, que el marqués también le había entregado quinientos cequíes antes de perecer, para que lo asesinara a él. El conde dijo entonces que se felicitaba de haberse anticipado a su enemigo.
...—Señor conde –le advirtió mi padre–, el adelantamiento no os valdrá de nada, porque di mi palabra de honor al marqués de que lo haría.
...Y diciendo esto, lo apuñaló. El conde, al caer, lanzó un grito que atrajo a los criados. Pero mi padre se libró de ellos a puñaladas y huyó a las montañas, donde se reunió con los secuaces de Monaldi, los que elogiaron unánimemente una fidelidad tan estricta a la sagrada palabra de honor. Puedo aseguraros que esta característica de mi padre está todavía en boca de todo el mundo y que durante mucho tiempo se la encomiará en Benevento.
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Jan Potocki, “Manuscrit trouvé à Saragosse” (1804 – 1813)
Traducción de J. M. F.
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Tal vez el conde Potocki escribió este fragmento de Manuscrito encontrado en Zaragoza para ilustrar su convicción de que las virtudes deben fundarse en bases más sólidas que el honor.
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