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"Lo primero que el cuentista le pide a su lector es atención; el novelista, paciencia."

lunes, 25 de febrero de 2008

La fatalidad no hace excepciones (Cuento)

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"Notre Dame de Paris"
Óleo y acrílico sobre cartón de José María Fojo, cm. 22,0 x 29,4 - Año 1970 / 2008
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La fatalidad no hace excepciones
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—La nieve es la lepra de la naturaleza – musitó François de Montcorbier contemplando disgustado la gruesa capa blanca que cubría París. Esa nieve se le metería por las grietas de sus zapatos, enfermándolo, y habría de matar a unos cuantos infelices que esa noche helada de mil cuatrocientos cincuenta y tantos dormían en los soportales de algunas casas de la Villa y la Universidad, bajo un cielo encapotado que hacía más negra la lobreguez y dejaba caer aún algunos copos arrastrados por el viento del norte. Fançois de Montcorbier, ya conocido como poeta, vagabundo, borracho, putañero, proxeneta y ladrón bajo el apellido que usurpaba al capellán de Saint-Benoît le Bétourné, su tío y protector Guillaume de Villon, con quien vivía, no pudo sino recordar el estribillo de una de sus baladas:Pero, ¿dónde están las nieves de antaño?...—Las tengo en mi bolsa, que está tan vacía que puede contener toda tu maldita nieve de antaño – gruñó con jovialidad Régnier de Montigny, amigo y compinche de correrías de Villon–. ¿Para qué nos convocaste, François? ¿Para recitarnos tus baladas, o discursear sobre el clima de Francia?
Villon contrajo su negro rostro, más negro aun en la oscuridad de la calleja, en una sonrisa torcida y furtiva, y palmeó el brazo de Montigny.
...—Calma, Régnier, tengo un plan. Esperemos que lleguen los otros y se los explicaré. Se trata de un trabajo fácil.
...—Y lucrativo, espero – comentó Montigny. Villon volvió a sonreír, invisible.
...—Claro. ¿Qué sentido tiene trabajar, si no vamos a hacernos de algunos escudos? Ya me conoces, soy un transformador: transformo palabras en baladas, y escudos en vino y mujeres. Palabras y mujeres: soy doctor en prostitutas, Régnier.
Montigny emitió un suspiro que sonó como un rebuzno.
...—Cuernos y truenos, François. Te pasas el tiempo trabajando en tus escritos, y no creo que nunca te hayan aportado una blanca. ¿O eso no es trabajo?
Villon iba dándose cuenta de que Montigny nunca lo entendería a medida que le contestaba lo siguiente:
...—No, Régnier; eso no es un trabajo, sino una diversión.
Montigny soltó una risita ahogada, no considerando prudente reírse muy fuerte en una callejuela solitaria en medio de la noche envenenada por el frío y la Corte de los Milagros. Apretó el hombro de Villon.
...—¡François, estás loco! Divertirse es zamparse un jarro de hipocrás de un viaje, o zamarrear a la Jehanetton en la cama, o juguetear con los pezones de Margot la Gorda, o robarle veinte sueldos a un clérigo o, en fin, romper todas las ventanas de una calle a bastonazos; eso, y no arruinar buen papel con tinta y una pluma de ganso. ¡Ja, ja, ja!
Algunas sombras se aproximaban, apenas discernibles, disueltas en la negrura.
...—Dejemos eso. Creo que allí vienen los compañeros – dijo Villon con una especie de murmullo sofocado. Los había olido antes de verlos.
...—¡Salud a los amigos! – farfulló una voz a la sordina en gourd, la jerga de la coquille [1]. – ¿Quiénes somos? – La profunda oscuridad no les permitía reconocerse y tampoco les convenía llamarse por sus verdaderos nombres, ya que las calles sin luz fomentan el florecimiento de oídos invisibles e indiscretos.
...—El Artista – dijo Villon, mencionando un no muy opaco seudónimo para un maestro de arte graduado en la Universidad, conocido como poeta.
...—El Señorito – se presentó Montigny, quien, en efecto, pertenecía a una buena familia.
...—El Aguja – susurró Colin de Cayeux, sumo artífice de la ganzúa e hijo de un cerrajero. Su contenida voz sonó iracunda porque Colin no conocía otro estado de ánimo sino el furor.
...—El Deshuesado – informó la inaudible parla de Petit Jehan, casi un enano y ladrón habilísimo.
Villon fue aproximándolos con sus abrazos hasta que sus cabezas estuvieron juntas, de modo que fuese imposible oír lo que se decía fuera de ese círculo.
...—No estamos ahora todos los que deberemos estar entonces, pero sí los más importantes e indispensables. Nos hará falta un peón, pero ése es un problema de poca monta y lo solucionaré con facilidad
...—¡Cuál demonios es el plan, maldito sea el Pet au Diable! – la voz de Colin pareció un grito, a fuerza de contenida.
...—No te exaltes, Aguja – lo calmó Villon–. Es muy simple: asaltaremos el Colegio de Navarra, donde abundan los cofres bien repletos de escudos.
...—¡Estás loco! – casi exclamó Colin.
...—¿Tienes miedo? – Villon se arrepintió de decir esto antes de haber terminado la frase.
...—¡Voy a matarte! – siseó Colin, y fue sensible el movimiento de su mano hacia la daga.
...—Bueno, Cayeux, si lo matas no sabremos cuál es el plan y nos quedaremos sin el botín – terció Montigny, muy calmo.
...—¡Imbéciles! ¡Yo me voy! ¡Uno me insulta y el otro se olvida que me llamo Aguja! ¡No nos queda sino ir a ponernos bajo la protección del preboste!
...—¡Basta! ¡No se nombre al enemigo! En él pensaba cuando escribí el Tetrástico:

................”Yo soy François, mal que me pese,..................
                  nací en París, Pontoise me escuece;
..................mediante una cuerda de una toesa
..................sabrá el cuello lo que mi culo pesa.” [2]

¿Saben ustedes para qué necesito apoderarme de los escudos que se guardan en ese cofre de la sacristía?
Una risita despectiva de Petit Jehan precedió a sus amortiguadas palabras:
...—¿Desde cuándo hacen falta razones para eso? ¿Cuándo no hay razones para eso? ¿Quién no tiene razones para eso?
Villon bajó aun más la voz:
...—Tengo mis motivos, además de la codicia y la picazón de la aventura. No lo haré sólo pour le caire [3]. Quiero ofrecerme como poeta en la corte de René d’Anjou, rey de Sicilia, y necesito atuendo de lujo para presentarme. Ningún rey recibe a un poeta zarrapastroso.
...—Bah – suspiró Montigny–. Homero fue mendigo.
...—Es cierto – asintió Villon–. Pero Homero era Homero. Yo sólo soy un versista del arroyo.
Cayeux se impacientaba.
...—¡Terminemos con estas estúpidas disquisiciones! En fin, ¿cuál es el plan?
...—Nada más sencillo – definió la voz de Villon–. Asaltaremos el Colegio de Navarra. Tengo información de buena tinta de que allí hay un arcón que revienta de ducados ducados de oro. Son para nosotros, mes amis.
...—¿Cómo lo haremos?
...—Una hora después de que la campana de la Sorbona haya tañido el ángelus, saltaremos la tapia y nos introduciremos en la sacristía. A las diez de la noche.
...—¿Cómo franquearemos la tapia? – era Cayeux quien formulaba las preguntas sobre la táctica.
...—De ninguna manera por la calle de la Montagne. Escalaremos a través de la casa del maestro Robert de Saint Simon, en la que las paredes son más bajas, con un astillero que alguien traerá.
...—¿Quién será ese “alguien”? ¿De dónde sacará el astillero? ¿Cómo burlaremos a las patrullas?
...—El que traerá el astillero será Grosmouton – tal era el apodo de Guy Tabary, cómplice bastante torpe de François.
...—¡Ese idiota! Un babuino con calzas y jubón – se burló Cayeux–. ¡Estamos arreglados! Si lo prenden y le dan tormento, cantará como un juglar. Entonces sí que tu cuello conocerá el peso de tu culo a lo que no me opongo. Pero no quiero que mi cuello conozca el peso del mi culo.
...—Nadie lo quiere, Aguja. Grosmouton puede conseguir el astillero y se quedará en la calle, como vigía. Si surgiere algún peligro, ululará como un búho, cosa que sabe hacer a la perfección.
...—¡Ah, sí, qué bueno! ¿También se traga ratones a la perfección, como un búho? ¿Y qué pasará si un búho verdadero ulula cuando estemos dentro del Colegio?
...—¡Basta, por las tripas del Papa, ya es suficiente! Si no quieres ser de la partida buscaremos a otro. No escasean en París coquillards ávidos de ducados – dictaminó Villon.
Cayeux sonrió y llevó la mano a la daga.
...—¿Pretendes asustarme, poetastro de tres al cuarto? No doy una blanca por tu pellejo. Además, ¿cuánto le pagaremos al babuino por sus servicios?
...—Cuatro escudos – estipuló el poeta.
...—¡Cuatro escudos! ¡Ahora ya no tengo dudas de que estoy habiéndomelas con un loco! Tres blancas, y gracias.
...—Está bien. Ocho escudos – replicó Villon, cuya mano derecha se posaba ya sobre el mango de su puñal, aunque Colin de Cayeux era un buen amigo suyo, en la medida que pueden serlo dos malhechores.
...—¿Me estás desafiando? – bramó Colin.
Villon no se movió ni levantó la voz para contestarle.
...—Mira, Aguja, debe de haber unos seiscientos ducados de oro en ese cofre de la comunidad. Eso hace ciento cincuenta para cada uno de nosotros. Pongamos dos escudos cada uno para un compañero que también penderá de la soga en la plaza de Grève, si nos pescan. No es mucho.
...—Pero no es poco, si consideramos que todos terminaremos colgados de una cuerda, en algún patíbulo – rebatió Colin.
...—Es verdad – concedió François –. Montfaucon [4] nos espera, y Montfaucon tiene infinita paciencia, porque siempre gana. Es como la muerte.
...Es la Muerte – acotó Montigny, a quien, como a Cayeux, sendas horcas librarían de las zozobras de la edad madura en menos tiempo del que se imaginaban, aunque no en Montfaucon.
...—Entonces, ¿queda convenido? – interrogó el poeta.
...—Sí, convenido. Y ahora, ¡a beber, a beber!
...—¡A beber!
...—¿Dónde será? Propongo el cabaret de la Pomme de pin – dijo una voz.
...—No. Queda muy lejos y no quiero que nos topemos con una patrulla. Vayamos a La Truie qui file, mejor.
Se oyeron varias voces joviales: “¡Sí, sí, a la Truie, a beber, a beber! ¡Noël, Noël! ¡Por la amistad! ¡Por el Colegio! ¡Por Robert d’Estouteville, preboste de París, que un rayo lo fulmine! ¿Y con qué pagaremos el vino? ¡No lo pagaremos: que lo anoten en la pizarra de alguien que aún tenga crédito...!”
Un burgués, arrancado del calor de sus cobijas y atraído quizás por el rumor de las voces, se acercó a una ventana con un candil y miró hacia la calle. En el mismo instante, las nubes se separaron y una luna lívida y escuálida iluminó al grupo. Inducido por alguna idea errante en su cerebro de poeta y delincuente, François tomó un trozo de carbón, resto de una hoguera extinta, encendida sin duda por algunos mendigos y goliardos que, muy probablemente, a esa hora yacían yertos en los soportales, asesinados por el frío. Villon se paró frente a la pared alumbrada por el candil y la luna y escribió una palabra:

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.F A T U M
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Colin lo sacudió por el brazo, con aspereza....—¡Ya salió el maestro de la Universidad con sus latinajos! No puedes con tu genio, ¿eh? Me molesta que dejes señas de nuestro paso por esta calle. ¿O quieres alertar a los alguaciles? ¡Habla!
...—Vamos a beber – replicó Villon sin entusiasmo, y se encaminaron hacia la taberna.
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Algunas horas más tarde, bajo el cielo blanco y gélido de la mañana invernal, un muchacho – casi un niño, de unos once años – sombrío, alto, flaco, rubio y vestido por completo de negro, con un gorro de escolar, caminaba por la calle en que se había celebrado el conciliábulo de la banda de Villon. Al ver en la pared la palabra escrita por el poeta, se detuvo y la consideró largamente. El joven ya tenía fama de erudito en ciernes, de futuro sabio y orgullo de la Iglesia. Buscaba en su memoria el equivalente en griego de la palabra latina y, al encontrarlo, sacó una tiza de su bolsillo y escribió, debajo de los trazos de Villon:
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.A N A T K H
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.Un hombre ya casi anciano, al doblar la esquina, vio al colegial y se acercó a él, sonriendo y articulando con tono burlón:...—¡Hola! ¡Huy! Caramba, joven Claude, te distraes garrapateando carteles en los muros. ¡Oh, ya veo: fatalidad! Llegarás tarde al colegio.
El joven seguía mirando fascinado las letras blancas y negras y no se molestó en volverse hacia su interlocutor para responderle.
...—Maese Blaru, nunca se llega tarde a donde se debe llegar. Se llega siempre en el momento preciso.
El hombre hizo una reverencia cómica y acentuó la burla en su voz:
...—¡Eh! Bien, joven Claude, ya sé que vas para sabio y tal vez llegues a obispo, pero aún no eres un filósofo y haces mal en desoír el consejo de la experiencia.
Además de la amonestación indeseada y el tono de zumba del viejo, había en el aire algo que perturbaba al pequeño Claude. Prestó atención, y advirtió un vulgar ritmo de pandereta y, en la esquina, una mujer muy madura, robusta, morena, de negra crencha y extraño atavío, que bailaba con desmaño al son del instrumento. Claude hizo un gesto de sumo disgusto.
...—Puaj, una gitana – dijo y comenzó a alejarse, perseguido por la insoportable voz del viejo:
...—¡Adiós, Claude Frollo, ve con Dios y que se cumpla tu destino fatalmente! No llegues tarde al colegio. Más Doctrinal y menos juego
Claude se encaminó hacia la catedral de Notre Dame ignorando, por supuesto, cuál sería su destino. Los personajes de su futura tragedia no habían siquiera nacido aún excepto él, y el futuro rey Luis XI de Francia, y la catedral, en las cimas de cuyas torres los cuervos graznaban entre las gárgolas.
....En Montfaucon, otros cuervos ya descendían en procura del desayuno.

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José María Fojo, 2008.
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[1] La coquille: organización del hampa, que cubría todo el país y todos los aspectos del crimen.
[2] Tetrástico. Versión libre rítmica de J. M. F.
[3] Le caire (argot): el dinero.
[4] Montfaucon, fundado en 1328, era el principal patíbulo y osario de París.

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