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UN DIA COMPLETO me demoraban ya los asuntos que me llevaron a Abramarca. Había tomado yo la decisión de entrar en la taberna, cuando el turbio sol alumbrara sólo las cimas de los cerros, a beber un aguardiente que se me reveló rudo y huraño y que me escoció la garganta sin que el placer me rozara. A esa hora incierta pude observar, desde el ventanuco, la llegada a la plaza polvorienta e hirsuta, barrida por el viento sin fin, de un viejo astroso y enteco, tocado con un mal sombrero de fieltro; se sentó en las gradas de piedra del monumento derruido a algún prócer ignoto, y comenzó a soltar un discurso en voz baja hasta que un corro de cinco o seis transeúntes (prodigio de multitud en población tan rala) instalóse en su derredor a escucharlo. Al cabo de algunos minutos, concluida su perorata, el viejo sostuvo el cuenco del sombrero delante de sí y los oyentes dejaron caer algunas monedas de cobre en él; recogió la dádiva y agradeciendo con una reverencia silenciosa y artrítica, se retiró de la minúscula plaza con paso cansino, indiferente a las polvaredas soleviadas por el vendaval.
....Tiré de la lengua del patrón de la taberna. El viejo resultó ser Aparicio, el cuentero del pueblo, entendiéndose por tal menester el de quien, todas las tardes a la hora del ocaso, relata una historia nueva a los circunstantes. Esas gentes miserables, desprovistas de otras diversiones, oyen de buen grado al decidor y le pagan por lo que han oído.
....—Y si no hay nadie que se la pague, a la historia se la lleva el aire, y es seguro que Aparicio esa noche ayuna y vela, buscando una conseja mejor para el otro día… –agregó.
....Quise saber dónde moraba ese personaje que, como una célebre princesa de otros tiempos, tenía que prodigar relatos para guardarse de la muerte. Mi informante se encogió de hombros y dijo: «Por ahí», designando una vaga dirección que no desdeñaba el entero horizonte. Pensé que, a pesar de lo que expresó el Bardo, hay mucho en un nombre: Nomen, omen… ¿De dónde habría aparecido Aparicio? Insistí; nuevo encogimiento de hombros del tabernero: «Creo que nadie lo sabe; debe tener una tapera en algún sitio, cerca de alguna aguada.» Pensé también que vivir en un rancho vecino al agua en un lugar tan árido como Abramarca parece un lujo improbable, que Aparicio podría darse sólo a costa de grandes dificultades. Picado por la curiosidad decidí investigar y, si resultare necesario, perseguir al cuentero hasta su tugurio, aunque no fuera sino para enterarme de lo que todos profesaban desconocer.
....El crepúsculo siguiente me iluminó a través del ventanuco de la cantina, sorbiendo el áspero licor mientras jugueteaba con la moneda que había premeditado entregarle a Aparicio en pago de su próximo relato; una moneda ordinaria, de pocos centavos, con una hendidura labrada a navaja o punzón surcando el bajorrelieve del anverso.
....Puntual se presentó el cuentero y desplegó su previsible ceremonia. Había ya varios curiosos a su alrededor cuando salí de la taberna y me acerqué al grupo; el acto provocativo de plantarme ostentosamente delante de él, concitando su atención sobre mi calidad de intruso, no alteró su pétrea impavidez ni el monótono treno de su voz, que refería la confusa historia de un caminante al que obligan (no se alcanzaba a discernir quiénes ni por qué) a batirse con un cuchillero avezado. El cuento me supo torpe, falto de ilación y remate, aunque percibí en él un indefinible dejo de cosa conocida que bastó para intrigarme. Insatisfecho, sumé mi moneda a las de los otros no bien Aparicio nos tendió el sombrero.
....Ya se alejaba el relator a lo largo de una de las callejas que salen de la plaza cuando vislumbré un destello metálico en el suelo, en el preciso lugar donde Aparicio había recibido la limosna. Recogí, con sorpresa, la moneda hendida que yo arrojara al sombrero unos momentos antes. La misma moneda. Aparté mis ojos azorados de ella y los dirigí al fondo de la callecita en el instante exacto que Aparicio doblaba una esquina; una tapia de adobe lo ocultó de mi vista. Tuve el impulso de correr en su busca, pero me ganó una inexplicable convicción de la inutilidad de tal acto, que no iba a encontrarlo, y permanecí inmóvil en la plaza. Regresé por fin a la taberna, donde examiné estúpidamente la moneda mientras meditaba, perplejo, sobre la absurda certidumbre de que no encontraría al decidor (lo que es muy diferente de no poder alcanzarlo), su borroso relato de un duelo en ciernes y la impasibilidad, la palmaria ausencia de Aparicio durante su alocución, como si estuviera ido, en otra parte. Lamenté no haberlo tocado; no supe entonces por qué.
....Pude prever tanto la dureza del catre del mesón –mejor, con todo, que la bolsa de dormir– como la llegada de Aparicio, entre nieblas, para perturbarme en cuanto traté de descansar. Parecía diluirse en la materia de la noche, y con su huera voz me reconvino, extendiendo una mano que yo conjeturé sarmentosa pero lucía casi núbil: «Tu moneda no me sirve. Por eso te la devolví.» Quise hablar, pero me interrumpió: «No me interesa nada de lo que hay de tu lado. Con lo mío me basta.» Antes de que su enigma se me revelara por completo, comenzó a levitar y fugó a través de la ventana, a la que me acerqué dando tumbos parea retenerlo, pero mi repentina y estupefacta vigilia sólo atestiguó las impertérritas estrellas coaguladas en un cielo de peltre. Entonces se me volvieron largas las horas e interminables los quehaceres hasta que estuve otra vez frente al cuentero en el postrer crepúsculo, sabiendo que mi irrupción en su modesta magia aldeana iba a privar a los abramarqueños del escaso solaz que les era concedido.
....Porque ya había descubierto el fenómeno de la moneda que es retenida por el fieltro pero queda tirada sobre el piso, e identificado la historia del cuchillero y la víctima; no me tomó de sorpresa Aparicio cuando, frente al grupo de viandantes, comenzó su último, trunco relato diciendo: «Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado…», ni me asombró que mi mano lo atravesara sin más resistencia que la de una columna de humo, ni que su voz fuera adelgazándose hasta convertirse en un murmullo que se disolvió en la infinitud del silencio, y que su cuerpo se tornara progresivamente translúcido, dejando ver lo que había detrás de él –las gradas de tosca piedra del monumento, las flores blancas de un arbusto de astrey, la plaza entera–, afantasmándose hasta la absoluta y definitiva desaparición.
....Supe entonces que el Otro, el que lo soñaba, había dejado de soñarlo por siempre jamás.
....Tiré de la lengua del patrón de la taberna. El viejo resultó ser Aparicio, el cuentero del pueblo, entendiéndose por tal menester el de quien, todas las tardes a la hora del ocaso, relata una historia nueva a los circunstantes. Esas gentes miserables, desprovistas de otras diversiones, oyen de buen grado al decidor y le pagan por lo que han oído.
....—Y si no hay nadie que se la pague, a la historia se la lleva el aire, y es seguro que Aparicio esa noche ayuna y vela, buscando una conseja mejor para el otro día… –agregó.
....Quise saber dónde moraba ese personaje que, como una célebre princesa de otros tiempos, tenía que prodigar relatos para guardarse de la muerte. Mi informante se encogió de hombros y dijo: «Por ahí», designando una vaga dirección que no desdeñaba el entero horizonte. Pensé que, a pesar de lo que expresó el Bardo, hay mucho en un nombre: Nomen, omen… ¿De dónde habría aparecido Aparicio? Insistí; nuevo encogimiento de hombros del tabernero: «Creo que nadie lo sabe; debe tener una tapera en algún sitio, cerca de alguna aguada.» Pensé también que vivir en un rancho vecino al agua en un lugar tan árido como Abramarca parece un lujo improbable, que Aparicio podría darse sólo a costa de grandes dificultades. Picado por la curiosidad decidí investigar y, si resultare necesario, perseguir al cuentero hasta su tugurio, aunque no fuera sino para enterarme de lo que todos profesaban desconocer.
....El crepúsculo siguiente me iluminó a través del ventanuco de la cantina, sorbiendo el áspero licor mientras jugueteaba con la moneda que había premeditado entregarle a Aparicio en pago de su próximo relato; una moneda ordinaria, de pocos centavos, con una hendidura labrada a navaja o punzón surcando el bajorrelieve del anverso.
....Puntual se presentó el cuentero y desplegó su previsible ceremonia. Había ya varios curiosos a su alrededor cuando salí de la taberna y me acerqué al grupo; el acto provocativo de plantarme ostentosamente delante de él, concitando su atención sobre mi calidad de intruso, no alteró su pétrea impavidez ni el monótono treno de su voz, que refería la confusa historia de un caminante al que obligan (no se alcanzaba a discernir quiénes ni por qué) a batirse con un cuchillero avezado. El cuento me supo torpe, falto de ilación y remate, aunque percibí en él un indefinible dejo de cosa conocida que bastó para intrigarme. Insatisfecho, sumé mi moneda a las de los otros no bien Aparicio nos tendió el sombrero.
....Ya se alejaba el relator a lo largo de una de las callejas que salen de la plaza cuando vislumbré un destello metálico en el suelo, en el preciso lugar donde Aparicio había recibido la limosna. Recogí, con sorpresa, la moneda hendida que yo arrojara al sombrero unos momentos antes. La misma moneda. Aparté mis ojos azorados de ella y los dirigí al fondo de la callecita en el instante exacto que Aparicio doblaba una esquina; una tapia de adobe lo ocultó de mi vista. Tuve el impulso de correr en su busca, pero me ganó una inexplicable convicción de la inutilidad de tal acto, que no iba a encontrarlo, y permanecí inmóvil en la plaza. Regresé por fin a la taberna, donde examiné estúpidamente la moneda mientras meditaba, perplejo, sobre la absurda certidumbre de que no encontraría al decidor (lo que es muy diferente de no poder alcanzarlo), su borroso relato de un duelo en ciernes y la impasibilidad, la palmaria ausencia de Aparicio durante su alocución, como si estuviera ido, en otra parte. Lamenté no haberlo tocado; no supe entonces por qué.
....Pude prever tanto la dureza del catre del mesón –mejor, con todo, que la bolsa de dormir– como la llegada de Aparicio, entre nieblas, para perturbarme en cuanto traté de descansar. Parecía diluirse en la materia de la noche, y con su huera voz me reconvino, extendiendo una mano que yo conjeturé sarmentosa pero lucía casi núbil: «Tu moneda no me sirve. Por eso te la devolví.» Quise hablar, pero me interrumpió: «No me interesa nada de lo que hay de tu lado. Con lo mío me basta.» Antes de que su enigma se me revelara por completo, comenzó a levitar y fugó a través de la ventana, a la que me acerqué dando tumbos parea retenerlo, pero mi repentina y estupefacta vigilia sólo atestiguó las impertérritas estrellas coaguladas en un cielo de peltre. Entonces se me volvieron largas las horas e interminables los quehaceres hasta que estuve otra vez frente al cuentero en el postrer crepúsculo, sabiendo que mi irrupción en su modesta magia aldeana iba a privar a los abramarqueños del escaso solaz que les era concedido.
....Porque ya había descubierto el fenómeno de la moneda que es retenida por el fieltro pero queda tirada sobre el piso, e identificado la historia del cuchillero y la víctima; no me tomó de sorpresa Aparicio cuando, frente al grupo de viandantes, comenzó su último, trunco relato diciendo: «Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado…», ni me asombró que mi mano lo atravesara sin más resistencia que la de una columna de humo, ni que su voz fuera adelgazándose hasta convertirse en un murmullo que se disolvió en la infinitud del silencio, y que su cuerpo se tornara progresivamente translúcido, dejando ver lo que había detrás de él –las gradas de tosca piedra del monumento, las flores blancas de un arbusto de astrey, la plaza entera–, afantasmándose hasta la absoluta y definitiva desaparición.
....Supe entonces que el Otro, el que lo soñaba, había dejado de soñarlo por siempre jamás.
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José María Fojo
Mención de Honor Certamen Literario Leonístico Hispanoamericano
Club de Leones de Buenos Aires, 1995.
Publicado en el libro “Prosperidad de las sombras”
El Francotirador Ediciones, 2000
José María Fojo
Mención de Honor Certamen Literario Leonístico Hispanoamericano
Club de Leones de Buenos Aires, 1995.
Publicado en el libro “Prosperidad de las sombras”
El Francotirador Ediciones, 2000
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