Acrílico sobre tela de José María Fojo, cm. 27,2 x 35,2 - Año 2003
(Tapa del libro "Las sábanas del mar", de Inés Malinow)
(Tapa del libro "Las sábanas del mar", de Inés Malinow)
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El 2 de mayo
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Tal como pasa con los hijos que vienen,
Así he hecho contigo.
(Popol-Vuh)
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Así he hecho contigo.
(Popol-Vuh)
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LO DESPERTÓ un redoble de aldabonazos, una algarabía de gritos destemplados. Envolviéndose en una bata, bajó las escaleras y salió al jardín. Una muchedumbre, detrás de las barras de la verja, lo llamaba vociferando en la fresca noche de fines de marzo, bajo las estrellas nubladas. Tardó unos instantes hasta entender que esas voces frenéticas y confusas le informaban que alguna desgracia le había sucedido al Soldado. Varias manos lo llevaron hasta la esquina, en la que, aún antes de llegar, divisó el cuerpo vencido.
.....(Como un bulto deforme, casi risible, el Soldado yace sobre las baldosas de la vereda, de espaldas, con la pierna derecha estirada y la izquierda torcida en un extraño ángulo, formando la imaginaria figura de un cuatro; el brazo izquierdo se extiende a lo largo del cuerpo, con la mano abierta, la palma hacia arriba y los dedos laxos y con leve curvatura; y el derecho, apoyado contra la fachada de la casa frente a la que ha caído, parece saludarlo con un gesto de despedida irreversible.)
.....Se acercó al cadáver, escasamente iluminado por el farol de la esquina, y solicitó una linterna eléctrica a uno de los circunstantes para examinarlo. Dentro del cono de luz blanquísima, los ojos del muchacho estaban abiertos y ya con la lúgubre fijeza de los que han podido ver el mundo de ultratumba; el rostro, crispado y furioso, parecía haberse aquietado un momento antes de proferir un alarido. Una sangre viva y fresca manaba de su boca, manchándole el mentón y el cuello, y se escurría aún por las grietas de las losas. Desplazó la luz al torso, y vio que dos navajazos, uno en el vientre (el que tal vez había interesado el estómago y producido el vómito de sangre) y otro en medio del pecho, algo lateral y a una altura que hacía presumir su llegada al corazón, eran la causa de la muerte del muchacho.
.....—No lo toquen —dijo, pensando en la necesidad de que la policía lo hallara tal como estaba. Se quitó la bata y la extendió sobre el cuerpo, tapándole la cara irremediable. Decidió quedarse a su lado, a pesar del frío, hasta que se lo llevaran. Más tarde iría a reclamarlo.
.....Sin escuchar a los vecinos, que se empecinaban en condolerse, acompañarlo, murmurar (lo de siempre, sin duda), invitarlo a tomar café o té, plantándose en una solidaridad indeseada que sólo lograba fastidiarlo con su hipocresía, volvió a su casa y estuvo a punto de cerrarles la puerta en las narices para impedir que la tomaran por asalto. Se preparó una infusión para recuperar el calor, y se sentó en la sala, en la oscuridad y el silencio de las tres de la mañana, cavilando sobre el arribo del Soldado, su singular relación con él y su asombroso destino.
.....(Asombroso, sin duda: sobrevivir a una guerra para morir asesinado, quién sabe por qué oscuros motivos, en la noche suburbana, a metros de la que ya era su casa. Pero ese muchacho portaba, como nadie, la insoslayable marca de la muerte. Sus salidas intempestivas, sus prolongadas desapariciones inexplicables y sus regresos con señales inequívocas de haber reñido, hacían prever un final violento.)
.....Había llamado a su puerta una tarde de primavera, preguntando por el señor Rivero y diciéndose camarada de armas de su hijo. Lo recibió en esa sala donde ahora se rendía voluntariamente al recuerdo. Hablaron durante horas; lo colmó de preguntas sobre Adrián y las circunstancias de su muerte. El Soldado no escatimó información y anécdotas, y le mostró una foto en la que ambos, de uniforme entre otros conscriptos, sonreían a la cámara como en un final de juego. Sólo que la partida había terminado para Adrián cuando un torpedo inglés lo mandó al fondo del mar en la tarde de un 2 de mayo, en otro otoño no lejano aún. Le pidió al Soldado que le regalara la foto —atesoraba muchas otras de su hijo, pero esa era la última. También le pidió que se quedara a cenar.
.....Las visitas se repitieron. Siempre terminaban hablando de aquella aciaga tarde, del hundimiento del buque en acción de guerra, y de la muerte de Adrián. Sintió instaurarse un nuevo, misterioso e infinitamente anhelado vínculo con su hijo a través de aquel compañero que permaneció con él casi hasta el último momento. Una noche que habían charlado hasta una hora avanzadísima lo instó a que no se retirase, y le ofreció la habitación de Adrián para pernoctar. El Soldado, especie de paria sin familia, no tardó en instalarse en la casa.
.....Vivió en ella durante meses, con absoluta libertad, sin ninguna restricción, como el pensionista vitalicio de un hotel gratuito. La única exigencia del señor Rivero consistía en las interminables conversaciones sobre Adrián y su vida militar, su amistad con el Soldado y su final entre el humo denso y las olas gélidas barriendo las desgarradas amuras del barco moribundo. A pesar del transcurso del tiempo y la profundización de su conocimiento mutuo, el señor Rivero no lograba entender esa amistad nacida entre Adrián, un joven de espléndida educación, y aquel muchacho vulgar, sin cultura ni pulimento, quizás sin inteligencia. Pero las amistades entre los jóvenes son otro de sus misterios, y pronto renunció a desentrañarlo. Se sorprendió de experimentar inquietud cuando el Soldado desaparecía durante períodos demasiado largos, como si su ausencia vulnerara el lazo secreto que ahora lo comunicaba con su hijo.
.....Le llegaron rumores de las murmuraciones de los vecinos acerca de la permanencia del Soldado en su casa, pero los desdeñó por completo. También desestimó el sordo disgusto y el mudo reproche que la señora Venancia –el ama que atendía la casa desde antes de la muerte de su esposa– le endilgaba por el mismo motivo. La vieja les servía los refrigerios abroquelada en un silencio pétreo, entre suspiros y sacudones de cabeza al mirar al recién venido (que la ignoraba tajantemente al ventear su ojeriza), y se iba con la boca fruncida en un rictus de reprobación, puesto con seguridad el recuerdo en Adrián y juzgando al Soldado un intruso. Pero el señor Rivero, que era un viudo serio y circunspecto, un empresario próspero y con la costumbre del mando, se consideraba con derecho a no rendir cuentas a nadie de su vida privada y a realizar su voluntad; si ésta era la de tener a un amigo y ex-camarada de su hijo difunto viviendo en su casa, lo haría sin dar explicaciones.
.....Cuando le entregaron el cadáver, dispuso que el velatorio se realizara en la casa.
.....—¿Cómo? ¿Va a velarlo aquí? —preguntó maravillada Venencia, para quien eso era sin duda lo último que le cabía esperar.
.....—Desde luego —dijo él. Iba a agregar: «Fue el último amigo de Adrián», pero no lo hizo.
.....Muy pocas personas se acercaron al ataúd del Soldado. Sólo el señor Rivero pasó toda la noche entre el repugnante olor de las flores y el formol, contemplando el cambiante rostro del muerto, hundido en la luz implacable de los cirios, y transfigurado hacia el alba en la máscara de una calma aceptación de su aniquilamiento, en la que parecía reconciliarse consigo y con la tierra que iba a darle cobijo, a él, fugitivo de una tumba en el mar. Miraba la cara cérea del difunto, preguntándose qué podría haber encontrado Adrián en él para darle su amistad; era poco menos que imposible hallar dos seres más diferentes: su hijo, magro, culto, superferolítico, ojos azules y mechón rubio en el convexo perfil de alimoche; y el otro, un doncel de la tierra, palurdo de cabellera ensortijada y fuerte prognatismo, piel oscura y escasas luces. Como una fulminación, lo atravesó la certeza de que no fue la amistad, la pura amistad, lo que los había unido. Debe haber sido otra cosa (no sé cuál), pero no la simple y llana amistad. Ya no podré averiguarlo —pensó, y acaso eso fuera lo mejor.
.....Ante el inconmensurable estupor de Venancia y otras gentes, ordenó que el entierro del Soldado se efectuara en la tumba familiar de los Rivero. Él, pensando que a veces es indispensable tomar una decisión, por dolorosa que sea, sintió que algo inconcluso se completaba; como si se reparase una crasa falencia en el universo.
.....(Como un bulto deforme, casi risible, el Soldado yace sobre las baldosas de la vereda, de espaldas, con la pierna derecha estirada y la izquierda torcida en un extraño ángulo, formando la imaginaria figura de un cuatro; el brazo izquierdo se extiende a lo largo del cuerpo, con la mano abierta, la palma hacia arriba y los dedos laxos y con leve curvatura; y el derecho, apoyado contra la fachada de la casa frente a la que ha caído, parece saludarlo con un gesto de despedida irreversible.)
.....Se acercó al cadáver, escasamente iluminado por el farol de la esquina, y solicitó una linterna eléctrica a uno de los circunstantes para examinarlo. Dentro del cono de luz blanquísima, los ojos del muchacho estaban abiertos y ya con la lúgubre fijeza de los que han podido ver el mundo de ultratumba; el rostro, crispado y furioso, parecía haberse aquietado un momento antes de proferir un alarido. Una sangre viva y fresca manaba de su boca, manchándole el mentón y el cuello, y se escurría aún por las grietas de las losas. Desplazó la luz al torso, y vio que dos navajazos, uno en el vientre (el que tal vez había interesado el estómago y producido el vómito de sangre) y otro en medio del pecho, algo lateral y a una altura que hacía presumir su llegada al corazón, eran la causa de la muerte del muchacho.
.....—No lo toquen —dijo, pensando en la necesidad de que la policía lo hallara tal como estaba. Se quitó la bata y la extendió sobre el cuerpo, tapándole la cara irremediable. Decidió quedarse a su lado, a pesar del frío, hasta que se lo llevaran. Más tarde iría a reclamarlo.
.....Sin escuchar a los vecinos, que se empecinaban en condolerse, acompañarlo, murmurar (lo de siempre, sin duda), invitarlo a tomar café o té, plantándose en una solidaridad indeseada que sólo lograba fastidiarlo con su hipocresía, volvió a su casa y estuvo a punto de cerrarles la puerta en las narices para impedir que la tomaran por asalto. Se preparó una infusión para recuperar el calor, y se sentó en la sala, en la oscuridad y el silencio de las tres de la mañana, cavilando sobre el arribo del Soldado, su singular relación con él y su asombroso destino.
.....(Asombroso, sin duda: sobrevivir a una guerra para morir asesinado, quién sabe por qué oscuros motivos, en la noche suburbana, a metros de la que ya era su casa. Pero ese muchacho portaba, como nadie, la insoslayable marca de la muerte. Sus salidas intempestivas, sus prolongadas desapariciones inexplicables y sus regresos con señales inequívocas de haber reñido, hacían prever un final violento.)
.....Había llamado a su puerta una tarde de primavera, preguntando por el señor Rivero y diciéndose camarada de armas de su hijo. Lo recibió en esa sala donde ahora se rendía voluntariamente al recuerdo. Hablaron durante horas; lo colmó de preguntas sobre Adrián y las circunstancias de su muerte. El Soldado no escatimó información y anécdotas, y le mostró una foto en la que ambos, de uniforme entre otros conscriptos, sonreían a la cámara como en un final de juego. Sólo que la partida había terminado para Adrián cuando un torpedo inglés lo mandó al fondo del mar en la tarde de un 2 de mayo, en otro otoño no lejano aún. Le pidió al Soldado que le regalara la foto —atesoraba muchas otras de su hijo, pero esa era la última. También le pidió que se quedara a cenar.
.....Las visitas se repitieron. Siempre terminaban hablando de aquella aciaga tarde, del hundimiento del buque en acción de guerra, y de la muerte de Adrián. Sintió instaurarse un nuevo, misterioso e infinitamente anhelado vínculo con su hijo a través de aquel compañero que permaneció con él casi hasta el último momento. Una noche que habían charlado hasta una hora avanzadísima lo instó a que no se retirase, y le ofreció la habitación de Adrián para pernoctar. El Soldado, especie de paria sin familia, no tardó en instalarse en la casa.
.....Vivió en ella durante meses, con absoluta libertad, sin ninguna restricción, como el pensionista vitalicio de un hotel gratuito. La única exigencia del señor Rivero consistía en las interminables conversaciones sobre Adrián y su vida militar, su amistad con el Soldado y su final entre el humo denso y las olas gélidas barriendo las desgarradas amuras del barco moribundo. A pesar del transcurso del tiempo y la profundización de su conocimiento mutuo, el señor Rivero no lograba entender esa amistad nacida entre Adrián, un joven de espléndida educación, y aquel muchacho vulgar, sin cultura ni pulimento, quizás sin inteligencia. Pero las amistades entre los jóvenes son otro de sus misterios, y pronto renunció a desentrañarlo. Se sorprendió de experimentar inquietud cuando el Soldado desaparecía durante períodos demasiado largos, como si su ausencia vulnerara el lazo secreto que ahora lo comunicaba con su hijo.
.....Le llegaron rumores de las murmuraciones de los vecinos acerca de la permanencia del Soldado en su casa, pero los desdeñó por completo. También desestimó el sordo disgusto y el mudo reproche que la señora Venancia –el ama que atendía la casa desde antes de la muerte de su esposa– le endilgaba por el mismo motivo. La vieja les servía los refrigerios abroquelada en un silencio pétreo, entre suspiros y sacudones de cabeza al mirar al recién venido (que la ignoraba tajantemente al ventear su ojeriza), y se iba con la boca fruncida en un rictus de reprobación, puesto con seguridad el recuerdo en Adrián y juzgando al Soldado un intruso. Pero el señor Rivero, que era un viudo serio y circunspecto, un empresario próspero y con la costumbre del mando, se consideraba con derecho a no rendir cuentas a nadie de su vida privada y a realizar su voluntad; si ésta era la de tener a un amigo y ex-camarada de su hijo difunto viviendo en su casa, lo haría sin dar explicaciones.
.....Cuando le entregaron el cadáver, dispuso que el velatorio se realizara en la casa.
.....—¿Cómo? ¿Va a velarlo aquí? —preguntó maravillada Venencia, para quien eso era sin duda lo último que le cabía esperar.
.....—Desde luego —dijo él. Iba a agregar: «Fue el último amigo de Adrián», pero no lo hizo.
.....Muy pocas personas se acercaron al ataúd del Soldado. Sólo el señor Rivero pasó toda la noche entre el repugnante olor de las flores y el formol, contemplando el cambiante rostro del muerto, hundido en la luz implacable de los cirios, y transfigurado hacia el alba en la máscara de una calma aceptación de su aniquilamiento, en la que parecía reconciliarse consigo y con la tierra que iba a darle cobijo, a él, fugitivo de una tumba en el mar. Miraba la cara cérea del difunto, preguntándose qué podría haber encontrado Adrián en él para darle su amistad; era poco menos que imposible hallar dos seres más diferentes: su hijo, magro, culto, superferolítico, ojos azules y mechón rubio en el convexo perfil de alimoche; y el otro, un doncel de la tierra, palurdo de cabellera ensortijada y fuerte prognatismo, piel oscura y escasas luces. Como una fulminación, lo atravesó la certeza de que no fue la amistad, la pura amistad, lo que los había unido. Debe haber sido otra cosa (no sé cuál), pero no la simple y llana amistad. Ya no podré averiguarlo —pensó, y acaso eso fuera lo mejor.
.....Ante el inconmensurable estupor de Venancia y otras gentes, ordenó que el entierro del Soldado se efectuara en la tumba familiar de los Rivero. Él, pensando que a veces es indispensable tomar una decisión, por dolorosa que sea, sintió que algo inconcluso se completaba; como si se reparase una crasa falencia en el universo.
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En los días posteriores a las exequias, fue replegándose sobre sí, como esos animales que se preparan para una larga hibernación. Pasaba las horas vacías en una butaca, en la biblioteca o la sala, sumido en silenciosa lectura, meditando, desatendiendo a la gente y sus negocios, sin hablar, sin oír. Nunca volvió a mencionar al Soldado. Algunas tardes salió, sin dar razón de su destino.
.....El 2 de mayo se llegó hasta la tumba aún sin lápida donde lo aguardaban su esposa y el vicario apuñalado, con unas flores y un paquete en las manos. Dejó las flores arriba de un banco y, deshaciendo el envoltorio, extrajo una placa de bronce que depositó sobre la tierra todavía removida. En la placa estaba escrito:
Adrián Rivero
R. I. P.
2 de mayo de 1982
.....Y, al esparcir las flores encima del túmulo, sus recogidos gestos emularon los de quien, apoyado en la borda de un buque, arroja una corona fúnebre a las ateridas e indiferentes aguas del océano austral..
.....El 2 de mayo se llegó hasta la tumba aún sin lápida donde lo aguardaban su esposa y el vicario apuñalado, con unas flores y un paquete en las manos. Dejó las flores arriba de un banco y, deshaciendo el envoltorio, extrajo una placa de bronce que depositó sobre la tierra todavía removida. En la placa estaba escrito:
Adrián Rivero
R. I. P.
2 de mayo de 1982
.....Y, al esparcir las flores encima del túmulo, sus recogidos gestos emularon los de quien, apoyado en la borda de un buque, arroja una corona fúnebre a las ateridas e indiferentes aguas del océano austral.
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.José María Fojo
Mención Honorífica Segundo Concurso de Cuento
«Fundación Inca Seguros», 1993.
Publicado en el libro “Prosperidad de las sombras”El Francotirador Ediciones, 2000.
Mención Honorífica Segundo Concurso de Cuento
«Fundación Inca Seguros», 1993.
Publicado en el libro “Prosperidad de las sombras”El Francotirador Ediciones, 2000.
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