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"Lo primero que el cuentista le pide a su lector es atención; el novelista, paciencia."

viernes, 3 de mayo de 2013

Una carta

"Los galpones"
Acrílico sobre cartón de José María Fojo, cm. 30,0 x 40,0 - Año 2007


Una carta 

Una carta comprometedora se siente siempre como una espina clavada en la garganta. Nadie prudente la dejaría subsistir; el problema que se presenta es el de cómo hacerla desaparecer.
    Encontré una misiva largamente olvidada entre las páginas de un libro y se me cortó el aliento con sólo pensar que mi mujer pudiera echarle el ojo. Decidí destruirla, y para ello debía elegir un método. El primero que se me ocurrió fue quemarla, pero el humo y el olor la alertarían, de modo que lo descarté sin más. Se me ocurrió luego rasgarla y arrojarla al inodoro, pero me espantó el riesgo de que se atorara en el desagüe, la taza desbordara y ella pudiera recuperar los pedazos. No, no era ésa la forma adecuada.
    En mi oficina podría reducirla a rizadas tiras con la máquina destructora de documentos, pero la posibilidad de que ella la descubriera en el bolsillo de mi sobretodo durante la noche, mientras yo dormía, me disuadió. Pensé tragármela, pero preví el dolor, la fiebre, los vómitos, la regurgitación del pliego embebido en jugo gástrico insuficiente para volverlo ilegible; deseché esta alternativa.
    Tal vez, si me subía al auto y salía de la ciudad, pudiera enterrarla en un descampado. Temblé al considerar el riesgo de que la policía me pescara en las sombras, provisto de una pala y una linterna sorda, haciendo un hoyo en un predio ajeno.
    ¿Y si la enviara por correo al extranjero? Una dirección falsa provocaría que la carta fuese devuelta y ella la recibiera; sólo me quedaba remitirla a mi hermano en Montevideo, pero me figuré un viaje no anunciado y su ruidosa y fatídica entrada en mi casa blandiendo el papel, que ella secuestraría de inmediato.
    Arrojarla a un tacho de basura callejero o en una botella al mar hubieran sido posibilidades aterradoras, porque uno nunca sabe en qué manos podría caer. Guiada por el remitente, una alma caritativa tal vez sucumbiera a la tentación de entregarla en mi domicilio, con consecuencias que prefiero no imaginar.
    Cuando se  me cruzó por la mente el célebre caso de esa carta robada en París –cuyo enigma desveló el Sr. Dupin–, pensé en dejarla dentro del libro y abandonar éste en la biblioteca: sería como esconder una hoja en un bosque. Pero la peligrosidad intrínseca de este recurso me acobardó. No lo hice.
    Debía hallar una solución rápida, segura y definitiva.
    Me decidí por el descampado: enterré a mi mujer.
* * *
José María Fojo, 2009

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