"Los galpones"
Acrílico sobre cartón de José María Fojo, cm. 30,0 x 40,0 - Año 2007
Una carta
Una carta comprometedora se
siente siempre como una espina clavada en la garganta. Nadie prudente la dejaría subsistir; el problema que se presenta es el de cómo hacerla desaparecer.
Encontré una misiva largamente
olvidada entre las páginas de un libro y se me cortó el aliento con sólo pensar
que mi mujer pudiera echarle el ojo.
Decidí destruirla, y para ello debía elegir un método. El primero que se me ocurrió fue quemarla, pero el humo y el olor
la alertarían, de modo que lo descarté sin más. Se me ocurrió luego rasgarla y arrojarla al inodoro, pero me
espantó el riesgo de que se atorara en el desagüe, la taza desbordara y ella
pudiera recuperar los pedazos. No,
no era ésa la forma adecuada.
En mi oficina podría
reducirla a rizadas tiras con la máquina destructora de documentos, pero la
posibilidad de que ella la descubriera en el bolsillo de mi sobretodo durante
la noche, mientras yo dormía, me disuadió.
Pensé tragármela, pero preví el dolor, la fiebre, los vómitos, la regurgitación
del pliego embebido en jugo gástrico insuficiente para volverlo ilegible; deseché esta alternativa.
Tal vez, si me subía
al auto y salía de la ciudad, pudiera enterrarla en un descampado. Temblé al considerar el riesgo de que
la policía me pescara en las sombras, provisto de una pala y una linterna sorda,
haciendo un hoyo en un predio ajeno.
¿Y si la enviara por
correo al extranjero? Una dirección falsa provocaría que la carta fuese
devuelta y ella la recibiera; sólo
me quedaba remitirla a mi hermano en Montevideo, pero me figuré un viaje no
anunciado y su ruidosa y fatídica entrada en mi casa blandiendo el papel, que
ella secuestraría de inmediato.
Arrojarla a un tacho
de basura callejero o en una botella al mar hubieran sido posibilidades
aterradoras, porque uno nunca sabe en qué manos podría caer. Guiada por el remitente, una alma caritativa tal vez sucumbiera a
la tentación de entregarla en mi domicilio, con consecuencias que prefiero no
imaginar.
Cuando se me cruzó por la mente el célebre caso de esa
carta robada en París –cuyo enigma desveló el Sr. Dupin–, pensé en dejarla dentro del libro y abandonar éste en la
biblioteca: sería como esconder una
hoja en un bosque. Pero la peligrosidad
intrínseca de este recurso me acobardó.
No lo hice.
Debía hallar una
solución rápida, segura y definitiva.
Me decidí por el
descampado: enterré a mi mujer.
* * *
José María Fojo, 2009
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