"Retrato de Franz Kafka"
Óleo sobre tela sobre cartón de José María Fojo, cm. 36,0 x 30,0 - Año 2015
El aplazamiento
Recibí la citación en el crepúsculo.
Se me conminaba a presentarme al día siguiente, a las siete de la mañana, en
uno de los juzgados del Palacio de Justicia. No se indicaba el nombre del
funcionario que habría de atenderme, ni el número del despacho al que debía
reportarme; tampoco se aclaraba si mi carácter era el de imputado, testigo o
víctima. Con la cédula de citación en la mano, me dormí confiando en que los
ujieres proveerían a mi orientación, una vez dentro del edificio.
A la hora señalada, me apeé del
tranvía y aparté los retazos de niebla con los faldones de mi levita; subí los
escalones del Palacio, que es tan grande que se sabe que comienza en la esquina
de la parada del tranvía, pero cuyo fin no puede divisarse, aun en los días
claros del verano. Un portero de librea me franqueó el paso a través de la
pesada puerta de roble y pronto estuve en la Sala de Espera, desierta. Ésta es
un recinto enorme, más bien un corredor angosto y de altísima bóveda, de una
largura sin fin (las paredes de sus extremos no se alcanzan a ver, y se las
confunde con una neblina azulada); hay duros bancos de madera con capacidad
para tres personas cada uno, y la cantidad de puertas que se abren en la pared
frente a los bancos no puede contarse, como también es indefinido (por lo inmenso)
el número de ventanas enrejadas que perforan la pared ubicada detrás de los
bancos. Un ujier se aproximó a mí y le mostré la cédula, que no miró, y me
invitó con un cortés ademán a sentarme en la banca más cercana. Me senté.
Como el tiempo pasaba y el rígido
asiento se hundía en mis carnes, me incorporé y me acerqué al ujier (que
permanecía parado junto a una puerta cerrada, acomodándose la librea) con el
papel en la mano y la boca abierta para hacerle una pregunta, pero él me atajó
poniendo el índice de su mano derecha sobre sus labios y señalándome el banco
con la otra, extendida. Entendí que no se me permitía no seguir esperando,
porque el Señor Juez debería hallarse ocupado aún, sin poder dedicar su
atención a mi caso, el que sin duda no revestiría la mínima importancia.
La luz en las ventanas mermaba;
comprendí que el día se precipitaba a su fin. Cada tantos minutos se abría una
de las puertas y salía un caballero de levita negra y chistera, con un
portafolio colgado de la mano; todos ellos tenían barbas rubias, ojos azules y
gastaban lentes circulares con armazón de níquel; colegí que se trataba de los Abogados,
inmersos en sus graves asuntos judiciales y que los portafolios atesoraban los
importantísimos Expedientes que otorgaban sustento a sus negocios forenses. Los
Abogados siempre iban solos, silenciosos, como cavilando en lo que se había
dicho en la audiencia, y se alejaban a lo largo del pasillo en una dirección u
otra, con paso cansino, hasta perderse de vista. Ninguno me miraba.
Las ventanas ya transparentaban la
noche y muy de cuando en cuando la oscuridad se quebraba por el súbito fulgor
del arco eléctrico de un tranvía; por fin no hubo más arcos, ni ruidos, ni luz
en la calle. El ujier continuaba junto a la puerta, de pie, incansable; las
varillas de madera del banco se incrustaban en mí, pero el lento paso
esporádico e indiferente de algún Abogado me distraía y me olvidaba del dolor.
Uno de ellos se detuvo frente a mí y con una reverencia aparatosa que casi
llegó al suelo y quitándose la chistera a modo de saludo, depositó su
portafolio sobre mis rodillas, se enderezó y se alejó. Yo no sabía qué hacer
con la cartera; estuve a punto de abrirla pero por prudencia y discreción me
abstuve; la sopesé, la coloqué en el piso, volví a alzarla y ponerla en mi
regazo. El ujier, impensadamente, acudió en mi ayuda al decirme, con suma
cortesía y señalándome la puerta cerrada del despacho más cercano:
—Tenga la bondad –y se inclinó en una
rígida reverencia, sosteniendo la cartera para evitar que me incomodara.
Abrió la puerta y entré en la
oficina, en la que no había nadie. Un imponente escritorio de caoba, ubicado
sobre un alto pedestal de madera más clara, con un escudo de la ciudad y una
leyenda en latín, que no pude entender, me sobrecogieron. El ujier apoyó el
portafolio sobre la tapa del escritorio, en el que había un tintero de plomo, un
macillo de plata y una campanilla de bronce, y ante mi incomprensión y estupor
me alcanzó un ropaje negro con vivos rojos que tomó de un perchero.
—Sírvase revestir la toga, Excelencia –me
dijo, sosteniéndola a mis espaldas para que yo pasara los brazos por las
amplias mangas. Subió al estrado, retiró la silla hacia atrás para que yo la
ocupara con comodidad, y me invitó a hacerlo con el gesto siempre cortés y ceremonioso
de su mano derecha. Una vez instalado en la espaciosa butaca tomó el
portafolio, lo abrió y desplegó los Expedientes sobre el escritorio, delante de
mí, al tiempo que me alcanzaba la pluma, previamente mojada en la tinta
contenida en el tintero de plomo.
—Bien –dije, porque creí que esa palabra era lo que se
esperaba de mí.
Otra reverencia (parecía que le
resultaba imposible hablar sin hacer antes una inclinación) y dejó oír su voz,
muy respetuosa y no desprovista de un adarme de obsecuencia:
—Si Su Excelencia me necesita, no tiene más que hacer
sonar la campanilla –y se retiró por una puerta lateral en la que yo no había
reparado.
Me aboqué de inmediato al estudio de
los Expedientes, que sellaba y firmaba en cuanto terminaba su lectura, previa
redacción de mi parecer, consejo, objeción o sentencia, según correspondiera.
La tarea me absorbía y el ujier entraba cada tantas horas, o días, a recoger
los Expedientes despachados y traerme otros nuevos, que también exigían mi
consideración. Era una labor monótona y agradable. El tiempo corría sin
sentirse, y mi reloj se había detenido hacía mucho, pero nunca experimenté
ganas de darle cuerda, de modo que lo dejé parado, lo que no me pareció un arreglo
insatisfactorio. En algún momento mi mano se apoyó pensativamente en mi
mandíbula, y yo, que había llegado poco antes siendo un hombre joven y
totalmente afeitado, me alarmé e inquieté al divisar, con el rabillo del ojo,
que mis dedos acariciaban los pelos de una barba blanca; deslicé las yemas de
aquellos por mi cráneo y comprobé (bien que sin darle mayor importancia) que
estaba mondo, liso como un melón. Me acomodé los anteojos, que jamás había
usado pero a los cuales me había acostumbrado insensiblemente. Un suspiro brotó
del fondo de mis pulmones. Terminé de leer el último Expediente de la pila, lo
sellé, lo firmé y sacudí la campanilla.
Entró el ujier, hizo la reverencia de
rigor y se mostró dispuesto a recibir órdenes.
—¿Qué tenemos ahora? ¿Más Expedientes?
El servidor acomodó los botones
dorados de su librea, cruzó las manos sobre el vientre y me respondió:
—No, Excelencia. Hay un caso que requiere su atención,
pero no se encuentra en un Expediente. Un imputado está esperando que Su
Excelencia lo juzgue.
—Bien. Hágalo pasar, por favor –exclamé, algo amoscado.
El ujier inclinó la cabeza en señal
de obediencia incondicional, se acercó a la puerta y, con una seña, me hizo
entrar en el despacho.
Me asombró verme tan joven, con el
pelo oscuro y sin gafas, como recién bajado del tranvía. Pero no iba a dejarme
intimidar ni enternecer. La Justicia es (debe ser) implacable.
—¿Cómo se llama usted? –grité al reo, que bajó los ojos.
Las manos le (me) temblaban un poco. Antes de que pudiera contestarme, lo anonadé
con una pregunta directa e ineludible:
—¿Cómo se declara usted: inocente o
culpable? –y me di cuenta de que mis ojos despedían chispas.
—Culpable, desde luego –musité con voz casi inaudible.
—¡Muy bien! –rugí. Tomé un folio en blanco y la
pluma, escribí la sentencia, la sellé y la firmé, di un golpe en la mesa con el macillo de plata e instruí al ujier (acaso con demasiada acritud), entregándole el papel: —¡Lléveselo!
El ujier dobló la hoja emborronada y
se la guardó en el bolsillo, me tomó del brazo y me sacó del despacho, sin
prisa y sin palabras. Mi suerte estaba echada.
Me vi salir y no sé si me agitó el
desprecio o la lástima. Se cerró la puerta, sacudí la campanilla y el ujier
entró de inmediato, con otra provisión de Expedientes.
Me arrellané en la butaca y comencé a
leer, a firmar, sellar y despachar los asuntos. Por fin, ya confinado para
siempre en mi mazmorra inexpugnable, supe que nunca volvería a verme ni saber
de mí. Mi reloj seguía parado, pero yo no remonté la cuerda. Ya no me importaba.
* * *
José María Fojo, 2010.
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