"La blanqueada"
Óleo sobre chapadur de José María Fojo, cm. 27,0 x 50,0 - Año 2013
‘¿Pero qué,’ dijo, ‘si yo debiera codearme con otra clase de ministros, cuyos principales inventos y deliberaciones fueran por cuál arte se podrían aumentar los tesoros del príncipe?, donde uno propone elevar el valor de la moneda cuando las deudas el rey son grandes, y bajarlo cuando deben llegar los recursos, de modo que el rey pueda tanto pagar mucho con poco, como a poco recibir mucho. Otro propone simular una guerra para poder recolectar fondos para librarla, y que se firme la paz tan pronto como se tenga el caudal; y esto con tales apariencias de religión que puedan afectar al pueblo, y llevarlos a imputarlo a la piedad de su príncipe y a su cuidado por las vidas de sus súbditos. Un tercero ofrece algunas viejas y rancias leyes que se han tornado anticuadas por el largo desuso (y que, como habían sido olvidadas por todos los súbditos, también habían sido quebradas por ellos), y propone tasar las penalidades de estas leyes, de modo que, como esto acarrearía un vasto tesoro, podría haber una muy buena pretensión para ello, porque parecería que se ejecuta la ley y se hace justicia. Un cuarto propone la prohibición de muchas cosas bajo severas penas, especialmente las que fueran en contra del interés del pueblo, y luego dispensar de estas prohibiciones, mediante grandes pagos, a los que pudieren encontrar ventajas en incumplirlas. Esto serviría dos fines, ambos aceptables para muchos; porque aquéllos a quienes su avaricia llevó a transgredirlas serían severamente multados, y la venta de licencias costosas luciría como si el príncipe fuera amable con sus súbditos, y no dispensara fácilmente o a bajo precio nada que pudiera estar contra el bien público. Otro propone que se asegure que los jueces fallen siempre a favor de la prerrogativa; que se los envíe a menudo a la Corte para que el rey pueda oírlos argumentar sobre los puntos que le conciernen; porque, por muy injustas que fueran sus pretensiones siempre alguno de ellos, ora por contradecir a los otros, ora por el orgullo de la singularidad, ora por hacer la corte, encontraría alguna excusa u otra para darle al rey buenas razones para defender su punto. Porque si los jueces difieren de opinión, la cosa más clara del mundo se torna por ese medio disputable, y una vez que la verdad es cuestionada, el rey puede entonces con ventaja torcer la ley en su beneficio; mientras que los jueces que disienten serán doblegados por miedo o mansedumbre; y así ganados, todos pueden ser enviados al Tribunal para sentenciar bravamente como el rey quiere; porque nunca faltarán aceptables razones cuando la sentencia deba darse a favor del príncipe. Se dirá que la equidad está de su parte, o se encontrarán algunas palabras en la ley que lo sugieran, o se les dará algún sentido forzado; y, cuando todo lo otro falle, se dirá que la indudable prerrogativa del rey está por encima de toda ley, y que un juez religioso debe tenerla en especial consideración. Así, todos convienen en la máxima de Craso, que un rey no puede tener suficiente tesoro ya que con él debe mantener sus ejércitos; que un rey, aunque lo quisiera, no puede hacer nada injusto; que toda propiedad reside en él, no exceptuando las personas de sus súbditos; y que ningún hombre tiene otra propiedad sino la que el rey, en su bondad, cree adecuado dejarle. Y piensan que es el interés del príncipe que se les deje tan poca como sea posible, como si le fuera ventajoso que sus súbditos no tengan ni riquezas ni libertad, ya que estos bienes los hacen menos fáciles y menos dispuestos a ser sometidos a un gobierno cruel e injusto. Mientras que la necesidad y la pobreza los embotan, los vuelven pacientes, los abaten, y quiebran esa altura de espíritu que podría disponerlos a rebelarse. ¿Entonces qué si, después de que se haya hecho todas estas propuestas, me levantara y dijera que tales consejos son tanto inapropiados como dañosos para un rey; y que no sólo su honor sino su seguridad consisten más en la riqueza de sus súbditos que en la suya propia; si yo mostrara que el pueblo elige un rey para beneficio propio y no para el del rey; que, por sus cuidados y afanes, ellos puedan estar tanto cómodos como seguros; y que, por tanto, un príncipe debería tener más cuidado de la felicidad de su pueblo que de la propia, como el pastor debe tener más cuidado de su rebaño que de sí mismo? También es cierto que están muy equivocados los que piensan que la pobreza de una nación es un signo de la seguridad pública. ¿Quién pelea más que los mendigos? ¿Quién anhela más un cambio que el que se siente incómodo en sus circunstancias presentes? ¿Y quién corre a crear confusión con tan desesperado arrojo como quienes, no teniendo nada que perder, esperan ganar con ella? Si un rey cayera en tanto desprecio o envidia que no pudiera mantener sus súbditos en sus deberes sino por la opresión y el abuso, y haciéndolos pobres y miserables, sería ciertamente mejor para él abandonar su reino que retenerlo con tales métodos que le hacen, aun cuando conserve el nombre de autoridad, perder su majestad. Ni es tan decoroso para la dignidad de un monarca reinar sobre mendigos como sobre súbditos ricos y felices. Y por ello Fabricio, un hombre de temperamento noble y exaltado, dijo que “preferiría gobernar hombres ricos a ser rico él mismo; ya que un hombre que abunda en riqueza y placeres mientras todos en su derredor sufren y se quejan, es más un carcelero que un rey.” Es un torpe médico el que no puede curar una enfermedad sin arrojar su paciente a otra. De igual manera, el que no puede encontrar otra forma de corregir los errores de su pueblo sino privándolo de las conveniencias de la vida, muestra que no sabe qué es gobernar una nación libre. Debería mejor sacudirse su pereza, o deponer su orgullo, porque el desprecio o el odio que su pueblo le tiene nacen de los vicios que lo habitan. Que viva de lo que le pertenece sin dañar a otros, y acomode sus gastos a sus ingresos. Que castigue los crímenes y que, por esta sabia conducta, se afane en prevenirlos, más que en ser severo cuando se hayan vuelto demasiado comunes. Que no reviva con precipitación leyes que hayan sido abrogadas por el desuso, especialmente si han sido olvidadas durante mucho tiempo, y nunca necesarias. Y que por su quebrantamiento nunca imponga pena alguna a la que un juez no cediera frente a un hombre privado, sino que lo consideraría una persona taimada e injusta por pretenderlo. A estas cosas añadiría esa ley de los Macarios —un pueblo que vive no lejos de Utopía— por la cual el rey, el día del comienzo de su reinado, es sujeto por un juramento, confirmado por solemnes sacrificios, a nunca tener más de mil libras de oro a la vez en sus tesoros, o tanta plata como sea igual a ese valor. Esta ley, nos dicen, fue dictada por un excelente rey que tenía más interés en las riquezas de su país que en las suyas propias, y por tanto proveyó contra la acumulación de tanto tesoro que pudiera empobrecer al pueblo. Pensó que esa moderada suma sería bastante para cualquier incidente, tanto si el rey tuviera necesidad de ella contra los rebeldes, como el reino contra la invasión de un enemigo; pero que no era suficiente para alentar a un príncipe a invadir los derechos de otro hombre — una circunstancia que fue la causa principal de la creación de esa ley. También pensó que era una buena provisión para la libre circulación del dinero, tan necesaria para el curso del comercio y el intercambio. Y cuando un rey debe distribuir todos esos ingresos extraordinarios que incrementan el tesoro más allá de la cuantía debida, se torna menos dispuesto a oprimir a sus súbditos. Un rey como éste será el terror de los hombres malos y será amado de todos los buenos.’
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De "Discursos de Raphael Hythloday, sobre el mejor estado de una mancomunidad"
San Thomas More, Utopia (1516)
Traducción de J. M. F.
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