Iglesia
de la Resurrección en el Bosque
Fotografía
cromática de Serguéi Prokudin-Gorskii (1910)
"Villa de Kolchedan" (Sverdlovskaia Oblast, Rusia)
Óleo sobre chapadur de José María Fojo, cm. 16,5 x 25,0 - Año 2013
(Según una fotografía cromática de Serguéi Prokudin-Gorskii, 1912)
* * *
La carrera del libertino
(Una fantasía rusa)
CRUZANDO
el distrito de N***, veo a través del cristal del carruaje un cartel que me
llena de desasosiego. Mi cochero
Visarión no se entera, ya que desde luego es analfabeto. Saco medio cuerpo por la ventanilla, con riesgo de desnucarme, y
le grito:
—¡Detente, infeliz!
Visarión sofrena el tiro y muestra su feo rostro por el
escotillón abierto.
—El señor está servido.
—¿Servido? ¿¡Qué haces, imbécil!? —aúllo, exasperado—. Te dí órdenes de ir a Nizhnii-Novgorod,
¡y tomas el camino de Chermachnia! ¡Necio! ¿Quieres burlarte de mí?
El
viejo se quita el gorro de astracán y se rasca la coronilla. Después de un rato, dice:
—No estoy seguro de que éste no sea el camino a Nizhnii-Novgorod,
señor.
Por desgracia, asesinar a un cochero sigue siendo un delito
en Rusia. Medio ahogado de
indignación, rujo:
—¿Qué dices, insensato? Acabo de ver un cartel que pone con
toda claridad “Chermachnia, quince verstas.” ¿Pretendes que llegue tarde a la partida de whist con
Monsieur Dumesnil en Nizhnii? ¿Sabes lo que me costaría mi ausencia? ¡En
marcha, idiota!
Con gran cachaza, Visarión hace virar el atelaje y trata de
ubicarlo sobre el sendero, pero con tanta mala suerte que la rueda derecha se
encaja en una rodada, la carrocería se inclina peligrosamente y el cubo de la
rueda se parte;
se abre la portezuela y caigo sobre el polvo del camino, zafándome apenas de
que la carroza me aplaste. En el suelo, sin chistera, con el cuello de la camisa
abierto y la corbata deshecha, me sacudo el polvo de la Santa Madre Rusia
adherido a los faldones de mi levita de viaje de color avellana con pequeñas
motitas rojas.
Miro furibundo a mi cochero, que ya está a mi lado, solícito como siempre.
—El señor habrá de perdonarme. No fue mi culpa. No ha
sido más que un accidente infortunado —farfulla.
—Tu muerte, por el contrario, será un accidente
afortunadísimo. Dime, truhán: si te mato ahora mismo, ¿crees que el
zar me enviará a refrescarme unos inviernos en Semipalatinsk, o me perdonará y
aun me lo agradecerá, por haber librado al país de un granuja como tú?
Sobándose la barba, Visarión considera el problema unos
instantes y dice:
—Nuestro padrecito el zar siempre hace lo mejor para
nosotros, sus hijos.
—¡Qué gran político serías, Visarión Semionóvich, con que
sólo supieras leer y escribir! Nadie como tú para no comprometerse y navegar en
dos aguas. Oye, ¿no serás tú nieto
de Potiomkin? Pero bueno, es evidente que no quieres que llegue a esa partida
con Dumesnil, ¡justo ahora que el judío Schmuele me había procurado en
Baden-Baden esas cartas tan bien marcadas! ¡Te arrancaré un pelo de la barba
por cada rublo que no pueda rapiñarle al francés!
Visarión me ojea un rato y luego asiente:
—Sí, señor.
Su tranquila pasividad me saca de mis casillas. Rabioso, estallo:
—¡No seas cretino, mujik
del demonio, y muévete! ¿O quieres que pase la noche dentro de la carroza,
defendiéndome de los lobos a bastonazos? ¡Apresúrate, pelafustán, que hay que
conseguir ayuda para arreglar esa rueda!
Sin moverse en absoluto, me dice “Sí, señor”. Entonces veo todo rojo (acaso un poco
prematuramente), corro al coche y me armo de mi bastón. Me acerco a zancadas a Visarión con el ánimo de medirle las
costillas, pero él se aleja a una velocidad insospechable en un anciano. Se interna en un bosquecillo de
abedules, a través del cual lo persigo con afanes homicidas, y al llegar a un
calvero veo una isba1 y un
viejo sentado a su puerta en una silla de ruedas, leyendo un ejemplar atrasado
de La abeja del norte. Visarión ya está a su lado, pensando
quizás que no me atreveré a tundirlo a golpes en presencia de un testigo.
.
.
.
—Dios te proteja, padrecito. Dinos qué lugar es éste —exclamo ante el lugareño,
haciendo la señal de la cruz. Espero que el buen hombre no sea de la tribu de Israel.
—Dios te bendiga, hijo mío, y bienvenido seas a mi dacha2. Sólo puedo ofrecerte un poco de borsh3 y
algo de kvas4 para
acompañar los blinis5, y
la cercanía de mi fuego para confortar tu noche, mientras estrangulas al
almirante Chainsky 6 y me
narras las dulces consejas de la Baba Yaga —salmodia el viejo con una vocecita
de hormiga.
—Gracias, padrecito, pero dime, ¿dónde estamos? ¿Nos
hallamos cerca de Chermachnia? ¿Cuánto demoraremos para llegar a Nizhnii-Novgorod?
Respóndeme, te lo ruego.
El viejo me mira, y mira a Visarión, y luego mira el sol
mustio que ya se pone detrás de los abedules, y en sus ojos présbitas puedo
leer: “Rusia es enorme, y es tristísima, y pronto estaremos
todos muertos.” Por fin habla:
—Deja que el viejo Oblomov te conteste: un lugar es tan bueno como otro. Aquí estamos, en medio de los campos de la Gran Madre Rusia,
cerca de un bosque. Eso es bueno; debemos agradecerlo a Dios. Nos ilumina el ocaso, pero el ocaso
es tan bueno como el mediodía o el amanecer.
No lejos hay un pequeño río lleno de carpas y esturiones, poblado de patos y
ánsares, y abundan las becasinas y las avefrías, que son buenas, y…
Y ahora tengo ganas de matar a dos viejos, a falta de uno,
tal vez para satisfacer mi intención primera respecto de Visarión. Retorciéndome los dedos con
impaciencia, exclamo:
—Sí, sí, padrecito.
Todo está muy bien, pero olvidemos al doctor Pangloss por un instante. Dime, ¿cuál es el camino a…?
—¡Ay, hijo mío, el camino al Señor es extraño! Eres muy joven
y tienes ojos afiebrados, signo de una alma llena de inquietud. Hombres y lances curiosos y
extraordinarios habrás visto con ellos en esa ciudad babilónica de donde
vienes…
Antes de que pueda evitarlo, Visarión cae en el garlito y
abre la caverna infecta de su boca:
—De Petersburgo, padrecito.
—¡Calla,
inconsciente! —grito, alzando el bastón.
Mi salida de esa ciudad tuvo una prisa dictada por la prudencia, y lo último
que deseo es que este hombre pueda decirle a quien le pregunte que vio a
alguien con mis señas procedente de allí, de camino a Nizhnii.
El viejo se persigna y una solitaria lágrima cae, como una
pesada gota de lacre, de su ojo izquierdo, el menos cerrado de los dos.
—¡Oh, Petersburgo! ¡El monumento a la vanidad de un hombre!
¡Sólo un Romanov podría soñar una ciudad en la ciénaga finesa, y tener la
fuerza y el fanatismo para hacerla construir! San Petersburgo, más corrupta que
París, que Nínive, que Sodoma… Pero un día llegará en que la alcance la
destrucción venida desde Alemania, o le cambien el nombre, y ya no será el
monumento al zar Pedro, sino a algún verdadero grande de la Madre Rusia…
Me pregunto a quién reputaremos un “verdadero grande”,
considerando que el laboratorio de la Historia es un sitio tan tenebroso que
resulta casi imposible tomar medidas confiables de los que se agitan en él; y también siento deseos de decirle
que cambiar el nombre de las ciudades trae tanta mala suerte como rebautizar
los navíos, pero hay otros afanes que me urgen más.
—Padrecito, en nombre de Cristo, te ruego que me digas…
Lanzando un suspiro, me interrumpe de nuevo.
—¡Ah, muchacho, eres impaciente! Feo, feo vicio es la
impaciencia. Deberías leer el Libro
de Job de continuo en la celda de un monasterio. La santa paciencia te enseña que la mañana es tan buena como la
tarde, y que una escudilla de avena vale tanto como un plato de habas. ¿Por qué crees que una vela ilumina
más que la llamita de una brizna de paja? ¿Te parece que la grulla es mejor que
el ganso porque vuela más alto? ¿Consideras que un obrero es menos digno que un mujik? ¡Ah! ¿Crees acaso que la hoz
supera al martillo? Te equivocas:
esas nobles herramientas deberían marchar siempre juntas, hasta la victoria
siempre. Ahora estamos en primavera,
pero vendrá el otoño; nos sentiremos
tristes, pero cuando llegue el invierno (y llegará, llegará…), cuando llegue el
invierno sabremos qué felices éramos en el otoño. Mira, siempre es igual:
lo mismo da un tiempo como otro, este lugar como aquél, el frío como el calor,
el norte como el sur, ya que nunca faltará un zar en el Kremlín. Alégrate de haber salido de esa
ciudad condenada por la enormidad de sus pecados. No vuelvas a ella nunca:
te robarán el capote. No vayas a
Moscú, ni a Nizhnii, ni a Minsk, ni a Kiev, ni…
No basta esta fallida
filosofía de la indiferencia para distraerme de un escozor intolerable que
siento en todo el cuerpo, como si mil piojos caminaran sobre mi piel.
—¡Padrecito, te suplico en nombre de Dios…!
—¡Calla, no mientes a Dios en vano! ¡Tienes los ojos llenos
de agitación y ansiedad, y los pecados más negros están grabados con dureza en
los rasgos de tu cara! Eres pecador, sí, y deberías arrepentirte de ello. ¡Arrepiéntete! La codicia y la
lujuria se ceban en ti, lo veo claro, al punto de que Fiódor Karamazov sería un
san Francisco a tu lado.
De
repente, comprendo que estoy habiéndomelas con un loco. Circunstancia de lo más normal, ya que el mundo está lleno de
locos y sólo un demente podría dudarlo:
mi amigo y compañero de la Universidad de Moscú, Sorokodín, tenía la convicción
de que iba a morirse a los cuarenta y un años, quién sabe por qué. Siempre pensé que si podía darle la
mano para saludarlo en 1838, tendría la oportunidad de reirme de él a mis
anchas sin que él se molestara. Pero
el día en que cumplió los cuarenta y dos celebró una fiesta descomunal, y bebió
tanto vodka helado y tanta champaña que de súbito se desplomó muerto. Había logrado vencer su superstición,
pero por poco tiempo. A mí, mientras
lo transportábamos entre cuatro hasta una cama ya inútil, me pareció más bien
una profecía autocumplida. What’s in a name?: tal vez el caballero Tristram Shandy hubiera podido
ilustrarnos sobre este particular.
Ahora compruebo que me hallo en inmejorable compañía, entre un loco piadoso y
un imbécil ineficaz.
—¿Quién es Fiódor Karamazov? —oigo que mi voz pregunta
ingenuamente.
El viejo sonríe con bonhomía.
—Es un vecino;
alguien que ya vendrá, ya vendrá… Deberás hacer mucha penitencia para redimirte. En mis tiempos, eso no nos hacía
falta: no se recurría al pope, sino
al coronel. Nadie iba al monasterio
a salvarse, sino a la guerra. 1812 y
Beresina dieron buena cuenta de mis ínfulas.
Un húsar del Emperador dictaminó mi permanencia en esta silla. Yo era un bizarro dragón del
mariscal Kutuzov…
Tengo la certeza de que Visarión sonríe en secreto debajo de
su barba y sus bigotes. Es lo único
que me falta: que mis siervos se diviertan
a mi costa. ¡Y el tiempo de la cita
con Dumesnil, que se acaba! Desesperado, abandono el intento:
—Gospodín7
Oblomov, le agradezco su fina hospitalidad y su ilustrativa charla, que habría
puesto verde de envidia a Madame de Staël, pero lamento que no pueda indicarnos
el camino a Nizh…
Oblomov sacude la cabeza con desaliento metafísico y me mira
con infinita conmiseración, ajustando las solapas de su delgada hopalanda
estival.
—Hijo mío, todos los caminos conducen a Nizhnii. A donde quiera que te dirijas,
llegarás a Nizhnii, pues es allí adonde tu corazón anhela llegar y adonde te
arrastra una fuerza mayor que la de tu voluntad, malgré Schopenhauer.
Muchos, sin salir de Bezançon, llegaron a Compostela. Pero no debes ir a Nizhnii, ni encontrarte con ese caballero
foráneo que será tu perdición.
—Apaga la voz hasta reducirla a un susurro, como si revelara un secreto, y sube
y baja las cejas—. Lo sé: anoche he visto la Dama de Pique.
—¿La de Chaikovsky? —pregunto, alelado.
Oblomov suspira descontento antes de contestarme.
—Hijo, corre el año de 1840. Tu pregunta implica un anacronismo que, a la larga, será
descubierto. No: la Dama de Pique del pobrecito Sasha Pushkin. Daba su mano aciaga a un petimetre que tenía las mismas trazas
que tú; luego un duelo, una pechera
de lechuguilla manchada de sangre, un féretro con la tapa clavada. El pope que desmigaja el pan sobre
una tumba. Vete a la ermita, arroja
ceniza sobre tus cabellos y reza.
Coge un billete de mil rublos y haz donación de él a los santos hermanos del
monasterio.
Hmm… Anacronismo… ¡Bah, anacronismo y sincronismo son sólo
cuestión de tiempo ..! Hoy, Sócrates y Alejandro son contemporáneos, y en el
año 2840 no será descabellado imaginar una conversación de Diderot con Víctor
Hugo; ya Sterne conjuntó a Zenón con
Diógenes en la misma ágora. Lo que
ni Oblomov ni nadie sabe es que mi mente tiene la capacidad de desplazarse en
un tiempo distinto, perpendicular al
craso y pedestre tiempo lineal de los hombres comunes, lo que me permite tener
atisbos tanto del pasado como del futuro… Esta virtud la considero más mística
que psicológica, y constituye mi don más preciado, junto con la sensibilidad de
mis dedos. Esta facultad de huronear
en el mundo de ultratumba me permitió dejar atónito al círculo de Mme. Récamier en París, ya que allí había
un memorioso oficial de ese mundo;
no pude dejarlos mudos porque eso es manifiestamente imposible. Pero no me atrevo a contradecir a
Oblomov; él dispone de la
información que necesito para orientarme y me tiene en sus garras, de modo que
le sigo la corriente.
—Sí, sí, eso haré.
Mil rublos —asiento de inmediato, sin preocuparme por lo que prometo.
—¿Mil rublos?
—Mil rublos.
—¿Mil rublos de donación?
—Mil rublos de donación —no sé por qué, pienso en una nariz que
no es la que mi amigo Nikita Vassilievich hizo pasear por la avenida Nevskii a
las tres de la tarde, afiebrando a los viandantes—. Pero dime, padrecito Oblomov, ¿no hay por aquí cerca un herrero,
o un carpintero, que pueda reparar la rueda de mi carruaje? Es de
inconmensurable importancia para mí…
A cada instante más desalentado, como presa de cansancio
moral, el viejo me reconviene sin acrimonia:
—No tienes esperanzas, hijo. Mira las minucias que te sorben el seso… El mal y el pecado
hallan baluarte en ti. Te ayudaré de
dos maneras: una será con las
oraciones que me enseñó el santo padrecito Aliosha, el hijo de Karamazov, y la
otra…
Saca una campanilla de leproso de entre sus ropas y la hace
sonar. Al momento, emerge de la
casucha un mujik de unos treinta
años, llevando en sus manos un martillo, un serrucho y una caja de madera.
—Este es Piotr —explica Oblomov—. El te ayudará. No es
mi hijo, pero vale como si lo fuera.
Lo encontré de pequeño, solo en el bosque cuando los lobos andaban cerca. En fin, fui más rápido que las
fieras, y tenía un buen fusil.
Petrushka, hijo, ve con Su Excelencia y ayúdalo en lo que te mande.
Nos despedimos de Oblomov y regresamos al coche. Piotr examina los desperfectos, dice
que podrá repararlos y comienza a extraer materiales de la caja. Yo, considerando que la personalidad
del señor Oblomov es muy interesante y que no sé nada de él, y que luce
demasiado improbable cazar lobos entre los abetos desde una silla de ruedas,
llamo a Visarión y le ordeno:
—Vete al linde del bosque y mira si viene la comitiva del
gran duque Iván. Cuando la veas
acercarse, me gritas con todas tus fuerzas.
Pero no vuelvas hasta que yo te llame.
Visarión se inclina hasta tocar el suelo con la frente y
empieza a alejarse, pero regresa y se planta frente a mí, sin hablar.
—¡Bueno, qué pasa ahora! —estallo.
—No sé de qué lado vendrá la comitiva de Su Alteza nuestro
padrecito el señor gran duque Iván, a quien Dios bendiga y el zar proteja, y
tampoco lo conozco, de manera que no podré saber si la comitiva es la suya
—arguye este Descartes del látigo y el pescante.
Para no estrangularlo, le digo con una sonrisa sinuosa:
—Voy a hablar con Volodia Baranov en cuanto regresemos a casa. Hay una vacante en la Academia de
Ciencias de Moscú, y procuraré que te acepten como miembro de número.
Visarión se lo piensa un momento y murmura:
—Gracias, señor.
El señor es muy amable. Pero… ¿qué
haré yo en esa Academia? ¿El señor no desea que siga siendo su cochero?
Me apoyo en el bastón en un intento casi inútil de no
alzarlo, y vocifero:
—¡Al bosque!
Visarión se aleja.
Yo meto la mano en una valija y saco la petaca de la vodka finlandesa, que
abrigo en un bolsillo de mi chaleco.
Como al descuido, me acerco a Petrushka, descorcho y ostentosamente me sirvo
una copita del licor, sacudiéndola para que el aroma llegue a las narices del mujik.
—¡Caramba, amigo Petrushka! ¡Usted sí que trabaja fuerte! Esa
rueda está casi reparada. Descanse
un poco y tómese una copa, hágame el obsequio —lo tiento, zalamero.
Una llamita harto conocida brilla en los ojos del muchacho,
pero sacude la cabeza:
—Gracias, barin8. Su Excelencia me distingue con su cortesía, pero no bebo
cuando trabajo.
—¡Bah, bah, bah! Esas deben ser tonterías de Oblomov: no acepte tamañas monsergas. Haga el favor —le pongo la copita
debajo de la nariz y casi puedo ver cómo sus conmovidas fauces aspiran
temblorosas los vahos etílicos. El
buen Petrushka no puede contenerse y se la zampa de un viaje.
—¡Ahh! —gorjea, poniendo los ojos en blanco, lo que no puedo
reprocharle, ya que es el color del zar—.
¡Ahora me siento más tranquilo!
Este mozo me desconcierta.
Yo siempre había creído que esa expresión sólo la usan Patrick McLuhan
Fitzsimmons y sus paisanos de Erín la Verde, pero veo que no es así. Siempre hay tiempo de ignorar algo
nuevo.
—¡Bueno, bueno! ¿Qué le parece mi vodka? ¡Este no es
aguardiente de abedul de a medio kopek el shkalik9,
caballero! —susurro con una sonrisa cómplice que tuerce mi bigotillo de
pisaverde.
—Magnífico, Excelencia.
Jamás he bebido una vodka tan buena —chasquea la lengua con delicia.
—Tenga la bondad —insisto, poniendo otra copita cerca de su
boca.
Un pez tiene la compulsión de morder la carnada que pende
ante sus ojos. Pero el pez no sabe
qué cosa es un anzuelo. Un mujik no ignora qué hay en el fondo de
una botella de vodka, pero la compulsión es la misma. ¿Demoraré mi relato antes de decir que el pobre Petrushka vació
la petaca que mi chaleco cobijaba y otra que saqué del equipaje? Como todo mujik, Petrushka adoraba engordar el
monopolio de la vodka del zar, pero si es de contrabando como ésta, no importa.
Reía, se tambaleaba: magnífico
tiempo de confidencias. In vodka veritas.
—¡Oh, amigo Piotr, cómo envidio su tranquila vida en medio de
los bosques, en compañía de un santo y un héroe como el señor Oblomov! ¡Un
auténtico bogatir10, de
los que ya no quedan! ¡Alguien que, si hubiera justicia, debería ser juez del zemstvo11! —exclamo en un
rapto lírico, tal vez con una leve sobreactuación que Stanislavski habría
censurado.
Petrushka se pasa las toscas manos por la cara abotargada y
tartajea:
—¡Puaj, la vida aquí es un infierno! El aburrimiento es el
mal de la vida de campo.
—Más bien, el tædium
vitæ es el mal nonacentista por excelencia —pontifico, sin mirar a quién—. Lo dijo, o lo dirá, Baudelaire: Spleen.
—¿Eh? —grazna el mujik,
con los ojos como huevos Fabergé.
—Quiero decir que tiene usted razón, camarada Petrushka —la
palabra “camarada” me deja un sabor extraño en la boca. Me siento un sucio demagogo.
No creo que esa palabreja haga carrera jamás en Rusia—. Pero estoy convencido de que atender el discurso del señor
Oblomov es un privilegio: como beber
las palabras de Séneca o Cicerón.
Pocos tienen la ventaja de ser educados por un santo y un héroe…
Petrushka se agita como un azogado porque está tronchándose
de risa.
—¡Ja, ja, ja! ¡Un santo y un héroe! ¡Esa sí que es buena!
—exclama, dando manotazos en sus muslos.
Vamos bien. No
tardará en hacerme confidencias acerca de su protector.
—¡Caramba! ¡Un valiente que combatió al Anticristo francés
por amor a la Madre Rusia! ¡Un héroe tullido en el servicio del zar! Eso no es
calderilla deleznable, amigo Petrushka.
El mujik se apoya
en un fresno, juzgando que su tronco se inclina demasiado y, quizás, con
la intención de apuntalarlo.
—¡Ja, ja! Excelencia, ¿quiere usted saber cómo ese fetiuk12 de Oblomov dio con
sus nalgas en esa silla de ruedas? Apuesto a que le habló de la batalla del
Beresina y del mariscal Kutuzov.
¡Rancias patrañas! ¡Debió hablarle de la batalla de la Avenida Nevskii y del
príncipe Chuiskii!
La conversación se pone de lo más intersante porque conocí a
Chuiskii, que fue un miles gloriosus pero
ya es sólo un fantasmón provecto, barajando el naipe en los tapetes de más de
un garito de muchas capitales de provincia, y porque la Avenida Nevskii es mi
ambiente obligado cuando permanezco en San Petersburgo.
—¿Cómo es eso, camarada Petrushka? —le sirvo otra copa, por
las dudas.
—¿Conoce usted Petersburgo?
—Naturalmente.
—¿Conoce usted una casa cercana al Neva y al puente
Isákievski, llamada “el palacio de Katenka la Alemana”?
Desde luego, la conozco:
el prostíbulo más famoso de la ciudad.
Asiento con un gesto.
—Mire, no vamos a hacer largo este cuento: el señor Oblomov llegó de juerga a la casa de Katenka con unos
amigotes, después de la ronda de las tabernas. En esa casa prestaba servicios María Filippovna, la prostituta
más célebre al norte de Sebastopol. Oblomov tenía un
antojo con ella, pero el príncipe Grigori Chuiskii había jurado matar al que
encontrara con Masha, a la que consideraba su juguete personal. Oblomov estaba en un reservado del
tercer piso con ella, tomando champaña y comiendo ostras perfumadas con caviar
de beluga, cuando se oyeron gritos desesperados e imprecaciones de Katenka,
tratando de detener a alguien. Grisha, nein, niet, Grisha!, berreaba la
alemana. Oblomov espió por una
hendija de la puerta y pudo comprobar que el príncipe se acercaba como un toro
furioso, con la mano en el pomo del sable.
Su Alteza era un energúmeno que medía un
sazhen13 de altura y
pesaba ocho puds14. Masha estaba desnuda, y Oblomov casi: no había tiempo para nada. El héroe saltó por la ventana justo
cuando la hoja del sable atravesaba la puerta, y cayó de espaldas sobre la
balaustrada de piedra que hay tres pisos más abajo y que usted debe de conocer. Sus amigos, que por discreción habían
preferido ausentarse cuando irrumpió Chuiskii, ya estaban en la calle y oyeron
el ruido del espinazo de Oblomov al quebrarse; lo arrastraron sobre la nieve hasta un coche, con el que lo
llevaron a un hospital. Bueno, esa
es la historia del heroísmo y la santidad del señor Oblomov. El húsar napoleónico fue un príncipe ruso, y el mariscal Kutuzov
una meretriz llamada Masha…
No estoy sorprendido:
he sido testigo de aconteceres más pintorescos. Pero no me trago todo el cuento, porque despide un tufillo de
inverosimilitud.
—Ajá, ya comprendo.
Todo eso es muy notable, aunque de baja estofa. Sí. Pero, ¿de qué vive
el señor Oblomov? ¿Tiene rentas?
—No. Tiene amigos,
que es mejor. Uno de los que lo
metieron en el coche era jefe de negociado en alguna oficina de la
administración, y pariente de un secretario de un gobernador de provincia. Su Excelencia sabe, sin duda, que no
hay nada que un jefe de negociado no pueda hacer con un folio al que adorna el
membrete de un gobernador, escamoteado en la bocamanga de su uniforme de
funcionario, sobre todo si ese folio lleva una firma, falsa desde luego, de ese
mismo gobernador. El señor Oblomov
goza de una pensión vitalicia concedida por el zar, en mérito a su heroísmo
frente al franchute en el Beresina, de lo que es buena prueba su no fingida
invalidez. Y el jefe de negociado
disfruta de un porcentaje de la pensión del héroe Oblomov, pagado mensualmente
por el santo Oblomov, lo que rezuma una estricta justicia, ¿no le parece?
No hago ningún comentario porque no soy la persona más
indicada para discurrir sobre ética y, además, en un país como Rusia la ética
tiene el vigor y la facundia de una mariposa en el Polo Norte. No me consuela el hecho de que otros
países no sean mejores; por el
contrario, estimo con beneplácito que sean campo fértil para que un bribón haga
una carrera internacional. Que
Oblomov y sus compinches sean unos estafadores no me asombra ni me inquieta,
porque, ¿qué es lo que más abunda en Rusia, después de la opresión? El delito. Este es un reino de ladrones,
extorsionistas, estafadores y asesinos.
Nadie se asombra de salir perfumado de un rosedal (¿o sería preferible emplear
aquí la metáfora de la cloaca?)
—¿Está lista esa rueda? —pregunto, recordando mi cita con el
francés.
—Sí, Excelencia.
Llegaría con ella a Kazán —se ufana Piotr.
—Gracias. Voy en
esa dirección, pero un poco más cerca.
Aunque me gustaría llegar a Kazán para visitar en la Universidad a mi amigo
Nikolai Lobachevski, un hombre con quien, le aseguro, podemos trazar más de un
paralelo. Suba usted; quiero despedirme del señor Oblomov.
Petrushka enarca las cejas, sorprendido.
—No lo tome a mal, Excelencia, pero un mujik no viaja en coche… Iré a pie.
—No diga usted sandeces, tovarich. Suba al coche y sírvase esto en pago
de sus muy apreciados servicios —le respondo, entregándole un puñado de
billetes de a rublo que él toma con reticencia, tocándose la gorra en señal de
agradecimiento.
Llamo a Visarión a gritos.
Mi auriga se acerca y hace una reverencia profunda, doblándose como una navaja
barbera.
—Tengo el honor de anunciar a Su Excelencia… —comienza.
—Calla y sube al pescante.
Nos vamos. Arre a la Oblomovka.
Puedo
percibir la sensación de extrañeza del mujik
al verse dentro de una carroza tapizada de terciopelo. Confieso que lo he hecho subir sólo por excentricidad, porque soy
un snob, un proto-Swann. ¡Un
caballero ruso que lleva a un mujik
en su coche! Pero, ¿hemos de permitir que sólo George Gordon haya escandalizado
al mundo con sus desafueros, sólo porque era hermoso, inglés, lord y genial? También es cierto que era
un psicópata histérico, capaz de algunas lindezas morales que prefiero no
mencionar. No niego que no puedo
escribir el Childe Harold, ni tengo
la intención de convertirme en héroe haciéndome matar por los turcos en pro de
los griegos, pero en algo puedo emular al viejo Byron. Mi pasión por desconcertar a los imbéciles haría de mí un prócer
del arte si, en lugar de vagar perdido en las estepas de mi patria, me hallara
en París en épatant les bourgeois,
los que, según me dicen, ahora abundan allá como setas después de la lluvia. Pero ya llegará a París un bretón que
la pondrá de cabeza. Por lo demás,
los rusos siempre hemos tenido madera de precursores: nombre usted cualquier invento, y verá que los rusos hemos
llegado antes. Yo llevo hoy un
campesino en mi carroza; me gustaría
saber si algún plantador de algodón de Tennessee carga en su buggy alguno de los negros que pululan
en la cocina de su plantation house,
a pesar de toda esa insulsa cháchara de Tocqueville con su inexcusable toque
vil. No: ni aunque el negro tuviera la pierna rota y el autor de la
fractura fuera el mismo dueño del buggy. Allá, el dolor de un esclavo
negro se cura con la medicina del doctor Lynch. Me gustaría estar vivo cuando se produzca la reacción: los negros siguen reproduciéndose y,
por la ley de acción de masas (sociológicamente entendida) llegará el día en
que los americanos tendrán un presidente
negro. O, mejor aún, una presidente negra. It’s only a matter of time. Cuando se comete ese abuso de las
estadísticas que se perpetra con la complicidad de la urna electoral, el
resultado suele ser el caos. Pero,
cuidado, que ese descalabro también puede pasar en este país: un Volodia o un Iosef cualquiera,
salido de una fábrica o un villorrio, sentado en el Kremlín y reventando de un
odio de siglos, dejaría al zar Iván el Formidable a la altura de una moneda de medio
kopek. Sin embargo, es claro que eso no ocurrirá a resultas de una
malversación de las estadísticas, sino de las armas. Y, cuando eso suceda, me alegraré de estar muerto.
—¿Qué le parece mi coche, amigo Petrushka? —le sonrío,
campechano: uno nunca sabe adónde
puede llegar un mujik ambicioso o
simplemente afortunado.
—Es la primera vez que ando en coche, Excelencia. Tal vez también sea la última.
—No entiendo cómo puede usted ser tan pesimista cuando su
mentor es un Leibniz, un Pangloss… quiero decir, tan descabelladamente
optimista.
—No lo sé, Excelencia.
Tampoco tengo el honor de conocer a esos caballeros que Su Excelencia mienta
—aduce el muchacho, con modestia. Y
de pronto rompe a cantar, con una excelente voz de barítono que la vodka deslizada
por su gaznate no ha logrado oscurecer—.
Escuchas, hermano que huyes en troika
por las calles nevadas de Bakú,
embriagado de tristeza y de vodka,
el lamento del héroe de Kursk…
—Discúlpeme, Excelencia… No sé lo que hago —se excusa.
—Tonterías, mi amigo;
tiene usted una magnífica voz.
Natural, no educada, pero excelente.
No he escuchado una voz tan buena desde mi última visita a La Fenice… —el recuerdo del desagradable incidente con Lucchesi
durante una furibunda partida de bostón, que terminó con mi vertiginosa fuga à la Seingalt de Venecia y de Italia, me
ensombrece—. Cante, cante usted; eso lo hace bien y sin duda le
proporcionará felicidad. Pero es una
lástima que cante a cappella; debería acompañarse con la balalaika…
Ahora es el turno de ensombrecerse para Petrushka.
—Sí, otra cosa es con balalaika,
como dicen en mi comarca. Pero ya no
la tengo: me la robaron —gime.
—¿Cómo fue eso, camarada? —pregunto sin mayor interés, ya que
los robos son el fenómeno social más
corriente en estas tierras. Lo de fenómeno social apesta a eufemismo, pero
los robos son tan comunes que ya no se
pueden considerar delitos.
—No lo sé. Estaba
en una fiesta en la aldea de Stepanchikovo con unos compañeros, cantando y
bailando, y luchando con el oso Mishka, y… bebiendo más de lo que era
aconsejable para mí. Me quedé
dormido aferrado al instrumento, pero cuando desperté ya no lo tenía. Desesperado, interogué a todos, en
especial a mi amigo Afanasi, que dormía a mi lado… pero no sé si dormía, y si
no sabía nada de mi balalaika, como
juró… Sospecho de Afanasi; sé que se
la pasa encontrando cosas que no le
pertenecen… En fin, Dios me perdone si soy injusto con él…
Nomen, omen,
pienso, pero no digo nada al respecto.
Shakespeare y Sterne otra vez. Bäsle Mozart, la primita de Wolferl que
se enamoró de él al regreso de su viaje a París en 1778, se llamaba Tecla: con ese nombre no tenía ninguna escapatoria. Tecla y Mozart me disparan hacia el pianoforte.
—El piano, sin duda, tiene ventajas por la imposibilidad de
hurtarlo —divago—. Pero sólo con
dificultades me imagino a un mujik
tocando el piano, el cual, a pesar de que lo inventó el italiano Cristofori, es
cosa de austriacos y polacos. Sin
embargo, hoy se padece un ataque de pianofilia
en toda Europa, gracias a la industria de M.
Pleyel, de París, cuya fábrica los escupe sin parar, y a M. Chopin, de Zelazowa Wola, que los toca hasta dormido. En la actualidad, como si no bastaran
los veintisiete conciertos para piano de Mozart y los cinco de Beethoven y sus
treinta y dos sonatas, y las infinitas sonatas que compusieron Mozart,
Scarlatti, Clementi, Schubert y qué sé yo cuántos más, se ha inventado las
“piezas de carácter” para piano, que los siglos anteriores no conocieron. Es una genuina invención del siglo
XIX, como la locomotora, el barco de vapor y el daguerrotipo (novedad que me
asombró en París hace unos meses.)
No se puede en toda Europa descansar en silencio: siempre hay un piano cerca martilleando algún sonsonete moderno
de título tremebundo. Hasta en las
más profundas soledades de la estepa castellana, ahí donde el Cid cabalga, me
fue imposible dormir por causa del malhadado piano en que algún sempiterno
musiquillo pifiaba sin falla en las noches en los jardines de España. En la Inglaterra puritana se puede,
al menos, reposar los domingos. Yo
creo, amigo Petrushka, que el éxito de este instrumento se debe a que es tan
fácil de tocar; cualquier badulaque
artrítico es capaz de sacar la Hammerklavier
en primera lectura, sin dificultades.
A ello se suma el factor coadyuvante de su bajo precio, sin duda, que permite
que todo desharrapado pueda tener un Pleyel de concierto en su covacha. ¿No le parece a usted?
Creo que Petrushka no está oyéndome: su amabilidad no puede llegar al extremo de no preguntarme qué es un daguerrotipo. Sospecho que su atención revolotea en torno de alguna diébushka15 comarcana; pero no
puedo censurarlo: las mujeres
también son mi otra pasión.
—No sólo el tusígeno Chopin: ahí anda también Liszt por todo el continente destripando pianos
con beneplácito de las audiencias.
Es curioso: Liszt los aporrea,
Chopin los acaricia, Schumann los sacude.
Liszt el profeta, Chopin el poeta, Schumann el orate. Pero todos están tocados por la mano de Dios (en el caso de
Liszt, agarrotada en un puño.)
¿Quién en Rusia puede comparárseles? ¿Habrá algún día un pianista ruso realmente bueno? ¿Y una genuina música
rusa? El siglo XVII inventó las naciones;
el XIX está inventando los nacionalismos:
yo creo que ya es hora de que haya una auténtica música nacional rusa. Hará falta media docena de
compositores —quizá cinco basten— nacidos en Rusia y que tengan la convicción
de crear una música específicamente rusa;
mi virtud mística me dice que la mayoría de ellos ya nacieron; alguno todavía se demorará. O acaso un único francotirador sea
suficiente; algún genio siberiano
que arme un colosal succès scandale
con una obra musical rusa, dada la facilidad de los rusos para el escándalo,
que siempre tiene mucho de violencia.
Pero no un escandalete doméstico, en Nijnii o en Minsk: no, en París. ¿Quién
va a molestarse en desencadenar un escándalo en San Petersburgo —corriendo el
riesgo de que el zar lo mande con los calderones a algún lugar donde se le
congelen— si lo puede hacer en París, donde la repercusión mundial está
garantizada? Un peinado en Yalta es una forma de arreglarse el pelo; en París, una moda que todo el mundo
se siente obligado a acatar. Tal
vez, algún genio ruso joven pero ya maduro a principios del siglo próximo
asombrará a los burgueses del Sena.
¿Podría sospechar Bach, en 1740, lo que iba a hacer Beethoven en 1804, en mi
bemol mayor? Veremos. Pero antes hay
que desarrollar, con esfuerzo sostenido, una genuina escuela de música rusa,
cosa que tiene sus bemoles. Quizás
ese mozalbete Misha Glinka, a quien conocí en Berlín en 1829 (en circunstancias
que le relataré), si sigue haciendo de las suyas nos dará una sorpresa, pero
con eso no basta. Los otros países
de Europa (concediendo que Rusia pertenezca a Europa, aunque sea sólo en parte)
nos llevan ventaja en este asunto;
salvo Inglaterra, que tuvo que apropiarse de Herr Händel y transformarlo en
Mister Handel. ¡Pobre Purcell, en
Londres y con ese apellido catalán! No me caben dudas de que debe de haber, hoy
mismo, dos muchachos veinteañeros, uno italiano y el otro alemán, que inundarán
el siglo con sus óperas. Uno fundará
una religión, el otro un fanatismo;
a uno se lo podrá amar hasta el frenesí, al otro admirarlo sin límites: Mozart y Rossini redivivos (sí, ya sé
que Rossini todavía vive pero, desde que trocó los calderones por los peroles,
no sale de la cocina.) Tome usted el
ballet: los franceses adoran el baile, ¿y qué hicieron por convertirlo en
un gran género musical, a pesar de que no puede existir una ópera francesa sin
uno o varios ballets? Grabe usted en
bronce las palabras que hoy, 7 de mayo de 1840, le digo: correrá a cargo de un compositor ruso hacer de la música para ballet un gran género orquestal. Ya lo verá. ¿Y cuál será la prueba de que se hizo del ballet un gran género sinfónico? Que la orquesta, sola en el
escenario, ejecute la partitura ante la admiración y el deleite del público, sin que se baile. Como música pura.
¿Qué le parece a usted?
—¿Qué es una orquesta sinfónica, Excelencia?
Ah, caramba, claro.
Pero ya lanzado, continúo sin desanimarme:
—Hoy, a mí me parece que el problema de la música rusa reside
en el orgánico orquestal: faltan
instrumentos. No ignoro que Berlioz
puso todos los que pudo encontrar, e inventar (como ese corno inglés con el
pabellón dentro de una bolsa piel), en la Fantástica
y el Requiem y abrió un camino, pero
lo hizo con el proverbial esprit de
mésure de los franceses y se quedó corto. Hace falta mucho volumen, mucha potencia, mucha variedad de
timbres, mucha percusión, tubas y bombos a mansalva. Glockenspiel, sacabuches, redoblantes, címbalos, tiorbas,
jilófonos, gongs, campanas, máquinas de viento. ¿Por qué no un cañón? Nada de pelucas empolvadas bailando el
minué: a escena el gran rey Khatchei
en las estepas del Asia central, pájaros con plumajes ígneos, Pulcinella
sobrenadando en el Volga, feroces danzas tribales, la consagración de la
primera era. Hasta es posible que el
diminutivo de usted, tan ruso, se haga musicalmente célebre en el futuro. Es cierto que a Orfeo le bastó una
lira para conmover a los dioses, pero Bach necesitó un instrumento tan grande y
complejo como el órgano para hablarle a Dios, y Beethoven toda una orquesta
sinfónica para que los hombres lo oyeran.
Con órgano y todo, Bach sería hoy un chantre incógnito si no hubiera sido por
ese jovenzuelo Mendelssohn —de veinte años de edad por esas fechas— que lo
revivió en 1829 al interpretar La Pasión
según san Mateo en la Singakademie de Berlín, con el vejete Zelter como
director del coro. Por casualidad,
yo me encontraba en la sala departiendo con Glinka —de hecho, me complacía en
darle algunos consejos sobre la estructura del segundo acto, ya que Misha
estaba proyectando “La vida por el zar”; y, entre paréntesis, no creo cometer
una indiscreción si le revelo que el tema de la Krakoviak se lo proporcioné yo, anotándolo en su libreta
pentagramada. ¡Ah, el zar! Ya verá
usted que los zares invadirán la música rusa— sí, en la Singakademie, y pude
asistir a la resurrección. Yo había
viajado con gran premura a Berlín desde Lübeck (donde me habían invitado a
tallar una partida de baccarat en la
casa del cónsul Buddenbrook), disfrazado de grumete en una chalana ligera que hacía
la línea del Trave, el Elbe y el Spree, porque allá no se habían entendido mis
innovaciones en el écarté, acaso por
la mala voluntad de los lacayos de la Hansa hacia un moscovita. Créame, amigo Petrushka: no se puede ser heterodoxo en el
juego. Lo que en otras actividades
se llama “innovación”, en el juego se lo moteja de “trampa.” Ni el Sínodo de los Obispos en Roma es tan ortodoxo como los
cinco o seis fulleros congregados en torno del tapete para intercambiar naipes
y monedas. Las reglas son inamovibles
y el apego a ellas fanático; esta
actitud la considero una especie de superstición, un fundamentalismo. ¿Acaso el garito es un templo? ¿Por
qué siempre un as tiene que valer más
que un rey? Me he propuesto inventar un juego en el que, en determinadas
condiciones, el modesto dos de tréboles mate al soberbio as de piques: esta creación mía será un puente entre dos épocas de los juegos
carteados. Pero hay una excepción,
como en todo: un viajero inglés que
anduvo estudiando pingüinos y avefrías en la Patagonia a bordo de una goleta
con nombre de raza perruna me contó en Essex que en cierto país sudamericano
los lugareños se divierten con un juego de naipes que tiene sus reglas, sí,
pero esas reglas están sólo para ser
transgredidas; gana el que
miente más y engaña mejor.
¡Formidable! ¡Maravillosos innovadores sudamericanos! ¡Ese es el país donde
anhelo vivir! ¡Allí yo sería feliz de verdad! No recuerdo el nombre del juego,
pero es algo así como el de la baza en inglés; quizás por una ironía del destino, la pabra trick tiene otro significado bien distinto y muy apropiado en este
caso. ¿Se imagina usted lo que deben
ser la política y la moral pública en ese país excepcional? ¿Cuáles cree usted
que son las características y la idiosincrasia de una sociedad que creó y se
ufana de tal juego? El turista inglés (amigo de otro amigo mío, el barón
Alexander von Humboldt, quien también anduvo coleccionando yuyos en Sudamérica)
me contó que normalmente el juego termina con una zarabanda adornada con
puñales, que allá se llaman facones. ¿O me dijo “un zafarrancho”? Bien, si
Humboldt y el inglés alcanzaren la fama, acaso los honren dándoles sus nombres
a calles paralelas y vecinas en la mayor ciudad de ese país sureño, ya que es
costumbre en esa nación tan rara y exótica dar a las calles nombres de
personajes famosos, no numerarlas ni llamarlas Calle de la Lluvia o Calle de
los Talabarteros. Acaso hasta el
amanuense gabacho Bonpland tendrá su callecita también paralela, llena de barro
y bosta: así entienden el honor en
ese curioso país meridional. ¿De qué
hablábamos? ¡Ah, sí, el piano! Repito:
nunca habrá grandes pianistas rusos, eso puedo asegurarlo. Rusia es tierra de violinistas: el violín es una balalaika
con forma de mujer; pero si Stradivari
hubiera nacido en Tashkent en lugar de Cremona, los violines serían
triangulares y tendrían tres cuerdas.
La ventaja del órgano, nadie lo negará, consiste en su calidad de inmueble; lo es tanto que puede usted
escriturarlo a su nombre, si lo desea.
Pero, ¿quién llevaría un órgano a una fiesta campestre, como la suya en
Stepanchikovo? El órgano es cosa de alemanes; ya inventarán ellos un órgano portátil para llevar a sus Feldfeste, pero será tan fácil de robar
como una balalaika. Un instrumento así hará posiblemente
su fortuna en otras tierras, tocando quién sabe qué músicas prostibularias en
las orillas de esa ciudad extraviada en los confines del mundo, en la que las
barajas y las gentes padecen de anomia.
Olvide su balalaika; ya se hará usted de otra. Y eche en saco roto mis veleidades de
musicólogo: no soy ni siquiera un
aficionado; sólo tengo algunas
opiniones — heterodoxas, desde luego.
A propósito de esta tournée suya
haciéndome compañía en el coche, le ruego que no se sienta embarazado por ella; tal vez sea usted un ilustre
precursor: mi amiguete (no hay en
ruso una palabra equivalente a la inglesa acquaintance,
tan exacta), mi amiguete, decía, el príncipe Aleksandr Kropotkin me aseguró no
hace mucho en Odessa que llegará el día en que todos los mujiks de Rusia viajen en coche.
¿¡Qué me dice de eso!?
—¡Ese sí que es un optimista! —exclama el muchacho, sofocando
una risotada.
Las teorías de Stachka Kropotkin me parecen un disparate
peregrino y no las salva el hecho de que su inventor sea mi amigo, ni que
provengan de un descendiente de boyardos dueño de mil doscientas almas… vivas,
e incontables desiatinas16, pero tanto así más probables porque se refieren a
Rusia, donde todo es posible. Pero
son nada comparadas con las del joven Bakunin, a quien tuve oportunidad de oír
en Basilea, y me indujo en la improbable ecuación político-poética de que
Bakunin es a Hobbes como Aquiles a Héctor.
—Verá usted, amigo Piotr.
¿Conoce usted el mito del lecho de Procusto? —la mirada que Petrushka me dirige
es una metáfora perfecta del vacío—.
Hay dos maneras de resolver este problema de los mujiks y los coches. Una
es la de educarlos para transformarlos en ciudadanos (con lo cual ya no serían mujiks); a nadie sorprende un ciudadano desplazándose en carroza: cualquier tendero de Berlín anda en
berlina. Esta solución corresponde
al corte de pies en esa cama caníbal.
La otra consiste en matarlos a todos (con lo cual ya no habría mujiks) y destruir todos los carruajes,
con lo que nadie se asombraría de que los mujiks
no viajen en coche. Más aun, ya
nadie podría aburrirnos con el sonsonete de que es una injusticia que los mujiks no puedan hacerlo. Esta solución, obviamente, es el
correlato del corte de cabeza. Conociendo
a Rusia, no tengo dudas sobre cuál de los dos métodos de nivelación se
impondría.
El muchacho me mira pasmado.
—¡El zar no permitirá eso! —exclama.
¿Qué puedo decirle? En su mente de mujik, tiene que haber un zar que proteja su pueblo, y Rusia sin un
zar es impensable. Pero también era
inconcebible una Francia sin rey antes de 1789.
—No, en efecto.
Nuestro padrecito el zar no lo permitirá.
Un úkase17 de necesidad y
urgencia, y todo arreglado. O,
mejor, que el zar designe un Ministro de Transporte: no pueden subsistir problemas si existe un Ministerio para
habérselas con ellos. Y recuerde lo
que dijo Oblomov hace poco: siempre habrá un zar en Rusia. Un zar de cualquier color, pero un
zar al fin.
El pasmo de Petrushka aumenta.
—¿De cualquier color? ¡El zar siempre es blanco, Excelencia!
No puedo imaginarme, por ejemplo, un zar rojo…
—Yo tampoco. Pero
ya lo publica el dístico de mi pobre y finado amigo Misha Lermontov:
Siempre habrá un zar en el Kremlín;
rojo o blanco, mas zar al fin.
Y ,
si la monarquía cayere —pensamiento execrable y estrafalario que es mejor
guardarse de formular en voz alta— siempre sobrevendría un período de terror. Y el Terror es rojo. ¿Cómo sería el Terror ruso? ¿Cómo se
llamaría nuestro Robespierre? ¿Cómo, nuestros Danton, Fouché, Saint-Just,
Talleyrand y Napoleón? ¿Cuál sería la consigna en lugar de Libertad, Igualdad, Fraternidad:
acaso algún dislate elucubrado en Alemania y escrito en Inglaterra? ¿Dónde
estaría nuestro Varennes? ¿Dónde, nuestra Plâce de la Grève; dónde, nuestra Bastilla? ¿Qué se usaría en lugar de la piadosa y
tajante invención propuesta por el doctor Guillotin, para aislar cabezas
intoxicadas con un exceso de pensamiento? “Da escalofríos sólo cavilar en
ello”, decía mi amiga Mme.
Récamier, a quien traté con bastante asiduidad en su salón de la
Abbaye-aux-Bois, en París, donde permanecí unas semanas antes y después de
julio de 1830: llegué con Charles X
y me fui con Louis-Philippe. Fue una
revolución muy mediocre, teniendo en cuenta la experiencia de los franceses en
esa materia; espero que la próxima
sea más vistosa. ¡Oh, Mme. Récamier es una mujer encantadora!, al punto que ése es el
único epíteto que parecen ser capaces de endilgarle sus biógrafos. Porque, aunque todavía está viva y no
tiene más de sesenta años, abundan sus biografías, como las de toda apreciable
celebridad europea de este siglo. La
exclusiva ocupación de Mme.
Récamier (de quien nunca quedó claro si es la hija de su esposo o la esposa de
su padre) es la de hablar sin parar, igual que la vieja Mme. du Deffand; mantenerse encantadora y
escribir cartas y esquelitas como Mme. de Sévigné a sus amigos —a los que elige sólo si exhiben un
título de duque o conde— para documentar a sus biógrafos del futuro. Ideas no le faltan, ya que las recibe
de los grandes almacenes Chateubriand, Staël & Cie., con la ventaja de que esa mercadería se entrega a domicilio,
como los croissants. Bueno, la socia Staël de ese establecimiento hace ya más de
veinte años que no está en condiciones de suministrar nada nuevo, pero Mme. Récamier tiene una excelente memoria
y una enorme capacidad de reciclar materiales rancios. Una tarde, en una tertulia en la Abbaye-aux-Bois, tuve la
imprudencia de proponerles que jugáramos una partida de écarté (con motivos egoístas, lo reconozco: para comprobar si podía vencer mi tedio, que ya alcanzaba
dimensiones colosales, superiores al de M.
de Chateaubriand, allí presente, quien hizo del aburrimiento una marca
distintiva de su personalidad), pero Mme. Récamier me contestó con todo su encanto, proverbial dulzura y
belleza ya, ¡ay!, otoñal, y con una voz en la que parecían cantar todos los
pájaros de los bosques de Lyon, que ellos preferían intercambiar ideas y
palabras, y no rectángulos de cartulina.
Esta réplica me picó. Estuve a un
tris de intentar conducir la conversación con el fin de darme pie para soltar
mi paráfrasis en alejandrinos de un epigrama de Pope en Epistle to a Lady:
Indiscutible verdad que ya quedó sentada:
las mujeres no tienen carácter para nada.
Pero
un caballero ruso no anda por ahí desmereciendo a las señoras; preferí dejar caer el tema. Después de todo, esas bons gens sólo buscaban excusas para
prolongar ad infinitum sus causeries. No le hacían mal a nadie, aunque su pretensión de
intelectualidad fuera chocante. No
niego que Chateaubriand puede presentar justos títulos de intelectual, como la
difunta Mme. de Staël,
pero Mme. Récamier…
Bueno, para que a una mujer se la considere una intelectual hoy día no necesita
emular a George Sand o a Mary Shelley;
sólo debe tener la capacidad de leer (el Journal
des Modes) y escribir (invitaciones a tomar el té.) ¡Pobres Juliette y sus amigos, que han envejecido en ese toma y
daca de entelequias desde antes del IX Thermidor y todavía no encontraron
ninguna digna de ser recordada! Sufren la maldición del fabricante compulsivo
de bons mots, y ninguno de ellos
tiene la infinita habilidad de Goethe para transformar una perogrullada en una
frase célebre, las que lo son no por su ingenio, sabiduría o profundidad, sino
porque las dijo quien las dijo.
¿Quiere usted oír uno de los grandes apotegmas del Genio de Frankfurt? “El Arte
siempre será el Arte.” ¿Qué le
parece a usted? A mí, monumental en su delicada sencillez. No nos consta si dijo “Arte” o “arte”, pero como lo expresó en
alemán, es probable que haya dicho “Arte” queriendo significar “arte”. Si esa frase la hubiera soltado un
Ossip Praskovich cualquiera en una taberna y entre amigos, éstos habrían
pensado que la vodka o el encierro invernal le habían quemado el seso, y las
palabras habrían caído en el más abyecto, y tal vez justo, de los olvidos. Pero como de la boca de Johann
Wolfgang las palabras salían ya forradas de oro, y como fueron eternizadas por
la pluma siempre ansiosa, fiel y sensible de Eckermann, constituyen uno de los
grandes aforismos de la Humanidad.
Mire, esto quizá le caiga como una piedra: todo es relativo. Lo siento, pero es así.
Singular idea de la diversión, la de esa gente de la Abbaye-aux-Bois: Sainte-Beuve leyendo algún pasaje de
las Mémoires del vizconde, ante los
esfuerzos de Edgar Quinet y Benjamin Constant por permanecer despiertos; Chateaubriand que tiene a bien
regresar de ultratumba y decir algo que no voy a repetir ahora porque con
seguridad se encuentra en sus Œuvres Complètes, algún calembour que hace pegar un respingo a la efigie de Corinne,
presente en el cuadro que de ella pintó Gérard, colgado en la pared frente al
vizconde. A Anne-Louise Germaine
Necker, Mme. la baronne de Staël-Holstein no le
alcanzaba con esos nombres, sino que se hacía llamar Corinne, por su novela con ese título: es como si Henry Fielding se hiciera llamar Tom Jones, o mi amigo Nikolai Gogol Taras Bulba. En cuanto a
los nombres, Petrushka, créame que es una lástima que el de un artista tan
grande como Chateubriand sólo sea popular por el filete de solomillo, preparado
por su cocinero Montmirail, que sometió a la sanción de Bonaparte en tiempos
mejores. Yo siempre dije que el
talento poético de Chateaubriand tiene mucha carne, y que la gastronomía es el
arte francesa par excellence: más brilla Savarin que Racine. En fin, en la Abbaye-aux-Bois logré
comprobar que M. Ampère es un hombre
corriente aunque a veces puede presentar una personalidad electrizante, y que
no se puede distinguir a M. de
Barante de M. de Ballanche, salvo
porque uno es próspero y el otro no.
De lo que no cabe duda es que los de ese grupo siguen hablando sin parar (la fe
básica de todo francés consiste en que su idioma es especialmente apto para la
conversación, ya que permite acomodar las palabras como se arreglan los bucles
de una peluca rubia; pero ya llegará
un sastre que les ajuste les mots), y
que se mantienen siempre en grupo como Abel y Galois para poder causer, y enviándose a diario cartas y
billetitos como grafómanos impenitentes que son, aunque vivan todos en la misma
calle y tengan planeado reunirse en los próximos diez minutos, porque saben que
el primer ruego del buen biógrafo se eleva por la abundancia de correspondencia
fechada y localizada con prolijidad (¿dónde estaba la duquesa de Luynes o
Adrien de Montmorency el 24 de febrero de 1825 hacia el mediodía, y qué hacía o
pensaba o decía, y quién lo acompañaba?), y ellos no van a traicionar a los
futuros artífices de su inmortalidad.
Bien, volvamos a Rusia: ¿de qué
hablábamos?
—Del nuestro padrecito el zar, Excelecia.
—No se inquiete usted, amigo Petrushka: el zar siempre será tan blanco como esa nieve que nos alegra y
conforta en invierno, y siempre gozaremos de su desinteresada protección. Pero vea, ya llegamos.
Oblomov, casi invisible en el crepúsculo, está bebiendo un
vaso de té. Como ya comienza a
refrescar, le ordena a Piotr que empuje la silla de ruedas adentro de la casa,
y nos invita a acompañarlo.
—Bien, caballero, ¿cómo quedó esa rueda? —inquiere el héroe
de la Avenida Nevskii.
—El
amigo Petruska asegura que podré llegar a Vladivostok con ella. Pero no garantiza nada de la otra. De todas maneras, yo sólo voy hasta
Nizhnii.
El
viejo se atraganta con el té y parece más desencantado que nunca.
—¿Insistes
en ir a Nizhnii-Novgorod? ¡Vaya tozudez! —exclama.
—No
es tozudez: soy un hombre de
carácter firme. Un caballero debe
ser coherente y constante en sus decisiones, y no andar cambiando de parecer a
cada rato. Mira, padrecito, en Roma
abandoné el trato de mis amigos Goldberg y Diabelli porque me tenían harto con
sus eternas variaciones…
—¿Qué
vas a buscar en Nizhnii, si puede saberse, hijo mío?
—Soy
un hombre de honor. Tengo una cita a
la que no puedo faltar.
—¡Lo
dicho! ¡Fatal! ¡La Dama de Pique! ¡Vas a batirte en duelo! —exclama Oblomov,
fuera de sí.
Sonrío,
halagado de que el viejo me tome por un Oneguin. Pero no dispongo de un Lenski.
Ni siquiera soy un Vronski trasnochado contra un Karenin de provincias. Tengo que desengañarlo:
—En
efecto, mon cher Oblomov, voy a
batirme, pero no a pistola ni a sable.
Voy a medirme con un patán francés en una partida de whist. Como ves, padrecito, se trata de un lance de honor al que, en
fin, no puedo hurtarle el cuerpo.
—¡Hijo
mío, eres peor de lo que me temía! —gime el santo de San Petersburgo—. ¿¡No sabes que los naipes son un
instrumento del diablo!? ¡Renuncia a ese empeño, te lo ruego! —hay lágrimas en
su voz.
Este
buen señor rural ya empieza a cansarme.
No me allano a perder mi tiempo dando inútiles explicaciones, pero aduzco:
—Verás,
padrecito: el señor Dumesnil tiene
veinte mil rublos y doscientos luises de oro en su bolsillo y está dispuesto a
ponerlos en el tapete contra mi dinero.
Tengo la sana intención de trasegar esa fortunita a mi faltriquera, si no te
opones. ¿Qué me dices a esto?
Oblomov
empalidece al oír los montos. Tose,
se atora, se pone rojo como el zar que espanta a Petrushka, y me mira de una
forma muy rara.
—Bueno,
caramba, eso cambia un poco las cosas… ¿Veinte mil rublos, dices?
—Y
doscientos luises de oro. Y, en fin,
algún que otro napoleón suelto, simple calderilla…
Los
ojos de Oblomov brillan con el fulgor peligroso del converso súbito. Quiere preguntar algo, pero parece
que no se atreve.
—Hijo,
eso es mucho dinero…
—Claro.
—Y…
¿cómo vas a asegurarte de que ganarás esa partida…?
—¡Mi
amigo, nadie puede asegurar nada semejante! Pero esta vez Rusia derrotará a
Francia con la ayuda de Alemania e Inglaterra. Como si ese fantoche de Dumesnil fuera el Gran Corso. ¡Ja, ja, ja!
Oblomov
se engurruñe y me habla con voz temblorosa.
—¡Hijo!
¿De qué te ríes? Puedes perderlo todo…
El
fastidio que me produce este infeliz campestre ya llega al colmo. Nada incomoda tanto como el pesimismo
de un optimista.
—¡Lieber Herr Oblomov! ¡Debes de pensar,
padrecito, que soy un imbécil! Pero te aseguro que te equivocas. Te lo explicaré una sola vez y, en
fin, espero que me entiendas. Óyeme
con cuidado.
Observo
que ya he empleado la expresión “en fin” tantas veces como para que se crea que
este relato es una traducción indirecta a través del francés, o que fue escrito
originalmente en ese idioma. Porque
es imposible para los franceses escribir o hablar sin usar esta malhadada
muletilla tres veces cada dos líneas.
Es como una tara de la raza, y viene desde el fondo de los tiempos: Rabelais, Montaigne, Pascal,
Voltaire, Diderot, ese joven Víctor Hugo, en fin, todos, y los que vendrán. Sólo faltaría que firmara esta
narración André Dubretzkoï, como
encabezaba Mme. Récamier
las cartas que me escribió, y estaríamos hechos.
—Te
escucho, hijo.
—Verás
—saco un mazo de cartas del bolsillo de mi levita y lo barajo y corto con una
sola mano, la izquierda—. Examina
este naipe. ¿Qué le encuentras de
particular?
Oblomov acerca una vela y lo inspecciona con
detenimiento.
—Nada
—dice al fin—. Es un naipe ordinario.
—¿Te
parece? —me calzo unas gafas—. Vamos
a entretenernos un rato con un pequeño jueguito. Saca una carta y no me la muestres; colócala con el lomo frente a mí.
Oblomov
lo hace.
—Tres
de diamantes —digo de inmediato.
Oblomov queda atónito—. Muéstrame la
carta.
—En
efecto, es el tres de diamantes —concede, de mala gana.
—Saca
otra, por favor… Siete de tréboles —declaro sin dudar. Oblomov no puede creerlo—.
Otra más, ten la bondad.
Oblomov
tiembla, pero sostiene la carta frente a mí, mostrándome el dorso.
—¡Ah,
señor, llegó su amiga, la Dama de Pique! —río, divertido.
Oblomov
se muestra perplejo al arrojar la Dama de Pique sobre la mesa. Petrushka está turulato.
—¡Esto
no puede ser! ¡Estas cartas están marcadas! —gruñe el viejo.
—Naturalmente. Pero tú las diste por buenas. “Ordinarias”, fueron tus palabras. ¿Quieres conocer el truco?
—Por
supuesto —exclama el bienaventurado.
—Creí
que este tipo de truhanerías no te interesaban. Son menesteres que un temperamento místico como el tuyo no puede
sino rechazar con desprecio…
—Sí. ¡Ejem! Bueno, digamos que me
despierta un interés… científico…
—Claro,
claro, claro —me burlo—. Me hago
cargo: como si se tratara de un
teorema sobre las funciones hiperbólicas, ¿no es así? Presta atención: ¿ves estos cuatro círculos con un
hermoso flordelisado en el lomo de las cartas? ¿Notas algo particular en ellos?
Después
de larga y minuciosa inspección, Oblomov concede:
—No.
—Ponte
estas gafas, ten la bondad —digo, entregándole las lentes que me calé antes de
la demostración.
—Tengo
buena vista, gracias a Dios.
—Hazme
el honor. Verás algo que sin ellas
es invisible —insisto.
Oblomov
se ajusta los anteojos, mira las cartas y exclama:
—¿¡Qué
es esto!? ¡Algunas de las flores de lis han desaparecido!
Su
sorpresa me divierte. Con calma
didáctica, le explico:
—Si
te fijas bien, comprobarás que una única flor desaparece en cada carta. Bueno, sabiendo su ubicación dentro
del círculo, se conoce el número de la carta que le corresponde. El palo lo delata el círculo en que
se produce la desaparición. Es muy
sencillo, sólo hay que tener buen golpe de vista. Y memoria, ya que lo mejor es hacer la observación al repartir la
mano.
—Comprendo: un despreciable truco de tahúr. ¿Y qué tienen que ver Alemania e
Inglaterra con esta fullería? —se impacienta Oblomov.
—Las
cartas están impresas con una tinta indeleble que inventó un químico de Múnich,
el doctor Säuremann. Tú sabes que
los químicos de Baviera pueden inventar cualquier cosa, ¡y quién podrá
sospechar las maravillas que inventarán en el siglo venidero! Creo que hasta
los rusos nos beneficiaremos mucho de ellas.
Hasta nos beneficiaremos de las teorías políticas que sin duda están siendo
pergeñadas el día de hoy por algunos alquimistas sociales alemanes, aunque las
conciban y las redacten en Londres.
Estoy convencido de que de Múnich, el próximo siglo, saldrá algo importante
para Rusia. Me dicen que en esa
ciudad sólo hay cervecerías, pero ¿quién puede saber dónde fermenta la
Historia? Un viajero español me aseguró, en Estocolmo, que la conspiración que
determinó la independencia de cierto país sudamericano se fraguó en una
jabonería, en una ciudad cuyo nombre no recuerdo, pero en la que se juega ese
juego del naipe falaz de que te hablé.
Hoy, las soledades de ese finis terræ
las gobierna un zar rojo y ecuestre con la ayuda de una banda de cosacos
escarlatas, duchos en las artes del degüello y la decapitación a la mejor
manera del Cáucaso. Bueno, mes amis, disculpen la digresión. Esa curiosa tinta bávara de nada
serviría si no fuera por la contribución a mi proyecto de un óptico inglés de
la universidad de Cambridge, el profesor Glance Sharpe, Esq., Ph. D., M. P., de
la cátedra Newton, que desarrolló estos bonitos cristales con un leve tinte
violáceo experimentando con sales y óxidos de un elemento nunca revelado pero
ya descrito (es una forma de decir) por Hermes Trismegisto, Roger Bacon, Lulio,
Flamel, Paracelso y otros artistas del atanor, y observó que las impresiones
hechas con la tinta de Säuremann son invisibles si se las mira a través de
ellos. Los franceses, que no pueden
tolerar que los británicos se les adelanten en nada (incluyendo esa Révolution tan meneada, que los del otro
lado del canal hicieron un siglo y un año antes y les salió mucho mejor),
aseguran que fueron inventados por el célebre oftalmólogo provenzal marqués
de Lesyeux de Beauregard, pero no está probado.
Todo esto es una pura especulación teórica, material apto sólo para algunas Transactions de sociedades londinenses,
hasta que entra en escena mi amigo el judío Schmuele, hombre práctico, gran
proveedor de iniquidades, quien persuade a un impresor de Baden-Baden de que le
fabrique con exclusividad este naipe que tienes aquí. La boucle est bouclée. ¿Te quedó claro? Ya ves: el mal de Francia siempre llega desde
Alemania, e Inglaterra siempre tiene algo que ver con toda fullería.
—¡Hum!
Mal vamos, pero si estás decidido a correr el albur, no tengo nada más que
decir. Sólo que andes con prudencia. Ese francés debe de ser un pájaro de
cuenta y no quiero imaginar qué haría si descubre la trampa. La Dama de Pique me tiene obsesionado… Soy un hombre que cree en
su religión, pero también muy supersticioso, y mira de lo que me enteré justo
el día anterior al de tu llegada: el
tío Vania, recién retornado de la isla de Sajalín y paseando en el crepúsculo
con el suboficial Prishibéiev y la dama del perrito, encontró una gaviota y un
camaleón en el jardín de los cerezos de las tres hermanas: todo eso no puede sino resultar ominoso en extremo…
—Para
mí, todo eso nada significa —replico con desdén. No sé de qué habla; mi
virtud mística calla, desconcertada.
—Creo,
sin embargo, que es mejor que tengas tino… Podría haber un significado oculto
en ello, algo que por el momento no podemos descifrar, ni siquiera intuir… Un leit-motiv… Una idée fixe…
—¡Bah!
En esos caminos a uno pueden asaltarlo y despellejarlo por dos rublos sin darle
ocasión de defenderse. Vivir es
peligroso… aquí y ahora. El que no
ame el peligro, que se vaya a pescar en el Ródano. A mí, mi madre no me parió
para la paz y el sosiego, que me agobian y me anulan; yo soy próspero en la tempestad. Pero si ocurriere un incidente enojoso y el francés me retare a
duelo –cosa que dudo, porque no es un caballero– se llevaría su parte. No sería la primera vez que me
enfrento a la boca de una pistola.
Oblomov
me mira como un entomólogo estudia un coleóptero raro que acaba de cazar.
—¿Te
has batido? —inquiere, con un dejo de incredulidad.
No
podré evitar la relación de mi historia, lo que en verdad me aburre.
—Naturalmente. ¿Qué ruso de buena cuna no se ha
batido? Ése es el deporte nacional, no el ajedrez. No me obligues a recordar lo que no quiero.
—¿Mataste
a tu rival? —hay un temblor de aprensión en la voz del viejo.
—Desde
luego que no —río—. No hace falta
llegar a tales extremos. Tampoco le
di oportunidad de lesionarme… En realidad, el pobre Scarpia no sabía cómo salir
del atolladero en que se había metido… Por suerte para él, sus padrinos eran
hombres prudentes, ya que no probos.
—¿Scarpia?
¿Te batiste con el barón Scarpia? —es obvio que Oblomov no puede creerlo.
—En
efecto, en París. Un pasamanos de
naipes que se complicó cuando el barón iba perdiendo tres mil libras. Alertado por sus adláteres, me exigió
explicaciones y no pude dárselas porque tenía la boca llena con el as de
tréboles, que no tuve más remedio que tragarme, disimulado en un sandwich de pâté de foie gras, para encubrir la trampa con que intenté salvar
la baza. Pero con la ayuda del
cognac como lubricante, el bocado no fue tan desagradable. Scarpia era un imbécil:
se levantó de la mesa y me arrojó una copa de champaña a la cara. Por suerte yo ya había embolsado el
pozo, y el champaña era bueno: no me
manchó el frac. No tuve otra opción
sino tirarle un guante a la cara;
sólo que me olvidé de sacar la mano de dentro. Lo sé: un caballero
—sobre todo un caballero ruso— se bate a sable o pistola, y no da puñetazos; el pobrecito Aliosha Pushkin, si
pudiera hablar, confirmaría este aserto.
Sin embargo, ninguno de los presentes me llamó patán, acaso distraídos porque Scarpia no despertaba y el guante
aún cubría mi mano. Por ello me vi
forzado a encontrarme con el barón en el Bois de Vincennes al amanecer. No me asustaba la pistola de ese
sietemesino, pero los amaneceres de otoño en París suelen ser muy fríos, y yo
detesto levantarme temprano. Salvo
el de pescar un resfriado, no había peligro.
—Ah,
¿no? ¿Y si te acertaba un balazo?
Más
que antes, Oblomov me parece tonto o demasiado ingenuo.
—Padrecito,
el barón era por demás miope: sus
anteojos parecían el telescopio de Herschel.
No le atinaría a un elefante sentado a su mesa. Mis padrinos de duelo, además, eran mis socios para esquilmar al
barón y otros clientes, y no iban a arriesgarse a perder un operador que para
ellos semejaba la gallina de los huevos de oro, con una sensibilidad especial
para el naipe en los dedos, agudizada mediante un aceite de tortugas ictiófagas
cazadas en el ramadán, que me vendió un derviche ciego antes de morir en un
albañal de la casbah de Trípoli:
cien denarios el vial de seis zolotniks18.
Mis padrinos se arreglaron con los de Scarpia —que eran italianos, por fortuna,
y con los italianos ya se sabe;
casualmente se apellidaban Soldi y Zecchini— y cargaron su pistola con un
tarugo de tela, de modo que si por azar acertaba a hacer blanco en mí, no me
dañaría. Mi pistola, por el
contrario, la cargaron con una bala de plomo forrada de latón, capaz de
perforar al Minotauro. Y yo, como
retado, tenía derecho a elegir arma, de modo que, siguiendo un consejo
oportuno, tomé la de cachas más oscuras.
Scarpia disparó a veinte pasos y arrancó unas hojas de un eucalipto, detrás de
mí; yo, clemente, apunté abajo y a
la derecha y disparé contra el piso;
saltó un terrón como si hubiera caído un obús. Rojo como un gorro frigio ante mi magnanimidad, Scarpia se subió
a un cabriolet y desapareció de Vincennes y de Francia. Me debe la vida. En
eso tuvo más suerte que su padre.
—¿Qué
tuviste que ver con su padre? —se extraña Oblomov.
—¡Nada,
si murió antes de que yo naciera! Supongo que conoces la historia: el anterior barón Scarpia era el jefe
de policía de Roma y la gente no lo quería mucho, quién sabe por qué; fue asesinado en 1800 por una prima donna, una tal Floria Tosca, que
lo ensartó con un estilete en su boudoir cuando
él quiso transformar su honra –la de ella– en pieza de cambio por la vida del
amante de la cantatrice, un
pintamonas de nombre impronunciable y con veleidades de revolucionario, que
había sido arrestado por Scarpia por haber dado asilo a un fugitivo que no
gozaba de la simpatía del barón. Al presenciar
el fusilamiento del pintor –que ella creía un simulacro en virtud de promesas
del recién finado jefe de policía– y encontrarse con que el muchacho estaba
enteramente muerto, se arrojó desde el techo del Castel Sant’Angelo, con lo que
adquirió ipso facto la dignidad de
ruina romana. En fin, los italianos
son así. Tutti morti: por algo
tuvieron que inventar el Renacimiento. Más cadáveres que en una tragedia de
Shakespeare. Una historia nimia,
ridícula, que en poco tiempo nadie recordará, ya que ni Meyerbeer le dedicó una
grande opéra, ni Eugène Sue un
folletín. Aunque, tal vez en unos
sesenta años… Quizás en 1900…
El
viejo parece sumido en concentrada meditación, como examinando recuerdos. De pronto su cara se ilumina, y
exclama:
—¡Sí!
¡El duelo de un ruso con el joven barón Scarpia en París! Fue un caso célebre. ¡Se conoció de Lisboa a Moscú, y de
Cristianía a Palermo...! Ese ruso… ese ruso…
—Soy
yo —concedo, con una inclinación.
Oblomov,
desconcertado y tembloroso, exclama:
—Entonces,
¿tú eres..?
Me
quito la chistera y me doblo en una honda reverencia ante él.
—Andrei
Andréievich Dubretzkoi, para servirte.
—¡El
tahúr y libertino más grande de Rusia! —se extasía el viejo, como si se hallara
en presencia de una aparición celestial.
—Á vos ordres, Monsieur —digo,
profundizando la inclinación y la sonrisa.
—¿E
insistes aún en sostener esa partida en Nizhnii?
—Desde
luego. Por nada del mundo me la
perdería.
—Entonces…
voy a enseñarte la verdadera forma de
marcar las cartas para que puedas desplumar a ese pollo francés.
К
о н е ц
(FIN)
José María Fojo, 2009
Glosario.
Para la grafía de las palabras rusas se ha usado la
aproximación más cercana a la fonética castellana (dentro de lo posible).
Algunos términos rusos del texto son muy conocidos (mujik, kopek, versta, etc).
y no se definen o comentan. Otros, poco frecuentes en la literatura rusa,
requieren o merecen definición o comentario, que se dan a continuación:
1 isba:
cabaña.
2
dacha:
villa campestre.
3 borsh:
sopa de coles.
4
kvas:
bebida ordinaria hecha con hierbas.
5 blinis:
bollos de masa
fritos con poco aceite.
6 Estrangulas al almirante Chainsky: “Bebes un vaso de
té.”
7 gospodín:
señor.
8 barin: señor (caballero).
9 shkalik: medida de una copa pequeña de vodka, de 61,5 c.c.
10
bogatir(es):
héroe(s) bélico(s) de las antiguas canciones populares rusas.
11 zemstvo: organización local autónoma de
provincias.
12 fetiuk:
insulto muy
ofensivo para un hombre.
13 sazhen: longitud equivalente a siete pies ingleses (2,133
metros).
14 pud: peso equivalente a 16,3805 Kg.
15
diébushka:
muchacha.
16
desiatina:
área equivalente a 14.567,20 m² (desiatina
“de propietario”, aprox. 1,5 hectáreas).
17 úkase: decreto del zar.
18
zolotnik:
unidad de peso equivalente a unos 4,25 gramos.
* * *